miércoles, 19 de octubre de 2011

El sacerdote del siglo XXI


Conversaba la semana pasada con un  amigo, cuando este me dijo algo que como católico siempre me ha preocupado: “Hay sacerdotes que parecen estar empeñados en correr a la gente de las iglesias, porque pretenden imponer dogmas deshumanizantes y muchas veces sus sermones están más cerca de la magia y la superstición que  de la religión”. Palabras más, palabras menos ese  es el motivo de la decepción de muchos católicos.  No creo que se deba juzgar a todos los sacerdotes ni a la Iglesia en forma general, por la conducta individual de algunos de sus miembros, pero es muy importante escuchar atentamente  las críticas, porque a veces, con las mejores intenciones, en vez de acercar al hombre a Dios lo que se hace es alejarlo de manera definitiva.
No le dedicaría  este espacio al tema, si  no hubiera recibido el pasado miércoles el artículo del cardenal Mauro Piacenza titulado, El sacerdote del siglo XXI, donde,  entre muchas otras cosa dice: En el camino inquieto de la sociedad, se presenta con frecuencia un interrogante a la mente del cristiano: «¿Quién es el sacerdote en el mundo de hoy? ¿Es un marciano? ¿Es un extraño? ¿Es un fósil? ¿Quién es?». Pregunta interesante  y pertinente para todos los católicos, porque como dice Piacenza en el mismo artículo: “Ante un mundo sumergido en mensajes consumistas, pansexuales, atacado por el error, presentado en los aspectos más seductores , el sacerdote debe hablar de Dios y de las realidades eternas y, para poderlo hacer con credibilidad, debe ser apasionadamente creyente, ¡como también ser “limpio”!. He aquí  el gran problema ¿Cómo hablarle de Dios  con credibilidad al hombre del siglo XXI?
Joseph Ratzinger en su libro Introducción al Cristianismo, escrito en los años sesenta, ya advertía sobre la dificultad de hablar de la fe cristiana al hombre contemporáneo.  Para hacerlo citaba una metáfora de Harvey Cox en su libro La ciudad secular;  narra allí que, un circo de Dinamarca fue presa de la llamas y el director envió a un payaso que ya estaba vestido para la actuación, a pedir auxilio a una aldea cercana. Cuando llegó, e informó a los aldeanos, estos  creyeron que era un truco ideado para que asistieran a la función;  le aplaudían y se reían,  hasta que las llamas acabaron con el circo y con la aldea. Decía Ratzinger (hoy Benedicto XVI), que la narración ilustraba la situación de los teólogos,  que no puede conseguir que el hombre contemporáneo escuche su mensaje, si visten los atuendos de la edad media o de cualquier época pasada.
Pero en descargo de los sacerdotes y de la iglesia, hay que reconocer que, “llegarle” al hombre del siglo XXI, no es un problema que sufren solo los religiosos, también lo están viviendo los políticos, educadores  etc. A un hombre globalizado, que recibe información instantánea del acontecer mundial,  que  puede leer en cualquier lugar el evangelio del día interpretado y comentado, o encontrar en la red la última novedad científica, no se le puede hablar con el lenguaje mitinesco tradicional,  ni con sermones infantilizados, ni  mucho menos con aquel estilo pedagógico  de la sociedad rural del siglo pasado: Es muy importante entender que estamos en presencia de un hombre de otro tiempo, al que no se le puede “llegar con los trajes de la edad media”.
Ahora bien,  como dice el cardenal Piacenza en el artículo antes comentado “Los hombres de las técnicas y del bienestar, la gente caracterizada por la fiebre del aparentar, experimentan una extrema pobreza espiritual. Son víctimas de una grave angustia existencial y se manifiestan incapaces de resolver los problemas de fondo de la vida espiritual, familiar y social” Es aquí donde debe aparecer el sacerdote del siglo XXI, para hablarles de la humanidad de Jesús. Porque dice el teólogo José Mª Castillo “En la humanidad de Jesús se nos da a conocer Dios mismo y, además de eso, también en esa humanidad descubrimos el proyecto de Dios…  Lo que Dios quiere de nosotros, no es que nos divinicemos (y menos aún que nos "endiosemos"), sino que nos humanicemos”. Jblanco@ucab.edu.ve. twitter@zaqueoo

Vivir con el miedo


El pasado 11 de septiembre, al cumplirse 10 años de los ataques contra las torres gemelas,  Javier Marías  escribió en su  columna Zona fantasma un artículo titulado Hasta que se agoten las lagrimas. Dice allí, que desde esa fecha  los ciudadanos se han acostumbrado  a convivir con el miedo,  a llevarlo incorporado en todo momento cada vez que viajan, porque ante la posibilidad de un atentado, la seguridad es y será siempre relativa. Nosotros podemos estar contentos de que hasta ahora el riesgo del ataque terrorista no se ha hecho presente, pero hay otras circunstancias que  hacen que el venezolano viva con el temor permanente de que pueda verse envuelto en una tragedia.

La semana pasada fue especialmente “acontecida” en el aeropuerto de ciudad Guayana: tres incidentes aéreos y un conato de incendio en menos de cuatro días pusieron en evidencia los problemas del trasporte aéreo nacional. En ocasiones  los incidentes menores son beneficiosos porque  redoblan las precauciones y mejoran el servicio, pero el impacto mediático de los sucesos han potenciado el miedo a volar a extremos nunca antes vistos

El pasado jueves tenía que trasladarme a la ciudad de Coro, y en medio de los inquietantes rumores me fui al aeropuerto tratando de  ignorar la paranoia reinante. Cuando estaba en la sala de espera,  vía twetter, informaron que en un cercano aeropuerto,  un avión había perdido los dos cauchos.  Una de las cosas que tranquiliza en esas situaciones es la confianza que trasmite la actitud serena de los demás pasajeros, pero en esa oportunidad esto no pintaba muy bien: no había muchas sonrisas, más bien caras largas, que se trasformaron en rostros de preocupación cuando empezó a llover copiosamente;  a mi lado estaba una señora que tenia la vista fija en una revista pero no pasaba las páginas;  otros se levantaban, miraban hacia la pista, se sentaban y repetían  esos movimientos varias veces, como  si fuera un ritual; casi nadie hablaba, algunos dormitaban o fingían hacerlo. De repente, por los parlantes internos ordenaron que desalojáramos inmediatamente el aeropuerto. Se produjo un sobresalto automático y  muchos salieron corriendo del lugar a pesar de los consejos del personal de seguridad. Al final, un corto circuito que se reparó rápidamente, pero un tremendo susto que algunos no olvidarán fácilmente

Pero las cosas  no terminaron allí,  el diario El Nacional, en su  edición del domingo pasado titula así: “Líneas aéreas en jaque por los retrasos de Cadivi. El presidente de la Cámara Venezolana de Trasporte Aéreo Eugenio Molina señala que la tardanza repercute en el mantenimiento y la reparación de aeronaves”. Como puede verse, no necesitamos ataques terroristas para vivir asustados, la ineficiencia ha  producido el mismo efecto. Va a ser más fácil mejorar el servicio aéreo que recuperar la confianza de la gente. Y no  son solo los vuelos: la inseguridad personal por delincuencia desbordada, el irrespeto a la propiedad privada,   el oscuro panorama político y muchos otros problemas  que  se sufren a diario,  parecen refirmar la idea de que,  en nuestro tiempo la seguridad es y será siempre relativa.

Hay que reconocer que es imposible vivir sin miedo, pero no podemos dejar que  el miedo secuestre  nuestras vidas;  los valientes no son los que no tienen miedo, sino los que saben dominarlo.  Sobre esto hay una frase que cita Marías en el artículo que comento al principio: Ignorar los males venideros, y olvidar los males pasados, es una misericordiosa disposición de la naturaleza, por la cual digerimos la mixtura de nuestros escasos y malvados días” jblanco@ucab.edu.ve;   twitter @zaqueoo