martes, 19 de junio de 2012

Soportar al prójimo

Si hay una palabra que tiene gran significado para la vida humana esa es prójimo, que etimológicamente significa: semejante, próximo, vecino, etc. Para la religión, y específicamente para el cristianismo, amar al prójimo como a sí mismo es la regla de oro de la vida; al margen de la religión, en la organización social sin pretender que se llegue al extremo del amor a los demás se aconseja la solidaridad ante las necesidades de quienes nos rodean: no ser indiferente ante el dolor ajeno y colaborar en la medida de lo posible con quienes manifiesta alguna carencia, no solo es un asunto de moral individual, también es una necesidad para la convivencia social.

En un viaje que hice el pasado fin de semana, pude observar que, muchas veces, en las relaciones más sencillas de la vida, donde debería imperar la cordialidad, lo que se encuentra es indiferencia o desprecio hacia los demás. No me voy a referir a grandes problemas sociales, solo hablaré de los paseos por los parques o avenidas, las visitas a los centros comerciales o las solicitudes a agencias de servicios, donde, a veces aparecen algunos individuos que no pueden disimular el malestar que les produce la presencia de “los otros”.

En las caminatas mañaneras por lugares poco transitados, al cruzarnos con otras personas podemos observar conductas diferentes: unos se desviven por saludar, otros lo hacen simplemente con un gesto, pero hay otros que pasan como si no existiera nadie, e inclusive dejan a cualquiera con el saludo en la boca; en algunas ocasiones, cuando necesitamos un servicio o una información nos encontramos con gente muy “simpática” que te responde: “No sé, resuelva por su cuenta”; les molesta que les hablen. El colmo de todo esto son unos letreros colocados en las puertas de algunos locales comerciales que dicen: “No somos oficina de información”.

Cualquiera me puede decir -como me han dicho- que el mundo está lleno de amargados que gracias a Dios no son la mayoría, y lo mejor es no hacerles caso porque hay cosas más importantes que atender. Es verdad, hay cosas más importantes, pero el buen ambiente social se construye a partir de los pequeños detalles, no es posible una buena convivencia si no hay consideración y respeto hacia las personas que están a nuestro alrededor; y el respeto comienza por la simple actitud de oír y el sencillo “sacrificio” de responder.

Esto, que parece algo banal es fundamental para la vida individual y social: se vive muy rápido, y la velocidad no nos deja ver lo que nos rodea; no miramos para los lados y no sabemos en dónde estamos ni quiénes nos acompañan. El hombre de hoy tiene tantas ocupaciones y preocupaciones que no tiene tiempo para vivir y mucho menos para soportar al prójimo. Soy consciente de que muchas veces las cosas no se hacen con mala intención y por eso le dedico este pequeño espacio a advertir que, por humanidad o por necesidad, de una u otra manera “todos tenemos que ser oficinas de información” cuando el prójimo nos necesita, o cuando nosotros necesitamos de él.

martes, 12 de junio de 2012

La ética y la autoridad del funcionario público

El ejercicio de una función pública no es solo un oficio individual, es una tarea necesaria para el funcionamiento del Estado. En razón de esto se han promulgado numerosas normas que rigen sus acciones, e inclusive hasta existe un Código de Ética del Funcionario Público; sin embargo, los ciudadanos se quejan constantemente, no solo de las deficiencias del servicio profesional, sino del comportamiento “moral” de muchos funcionarios públicos. Entre las numerosas quejas que diariamente escuchamos de quienes tienen que relacionarse con los representantes del Estado, está el abuso exagerado de la autoridad.

Si me apuran mucho, me atrevería a decir que, ejercer éticamente la autoridad es una virtud que pocos dominan. Conceder autoridad a una persona es darle una dosis de poder en sus relaciones con los demás, y el poder es algo que todos desean, pero que no todos están en capacidad de administrar. No quiero llegar a la generalización exagerada, pero es difícil encontrar entre nuestros allegados a personas que digan que nunca han sido maltratados por un funcionario público. Esto llega a extremos tales que, cada vez que el ciudadano común tiene que dirigirse a una oficina pública siente que va a transitar por un territorio hostil.

Una de las razones de este problema está en que, se le da mucha importancia a la preparación técnica del funcionario público, pero no ocurre lo mismo con la ética del oficio. Una de las cosas que debería enseñarse a toda persona que va a ocupar un cargo púbico, es que la verdadera autoridad no emana del nombramiento o la credencial sino del comportamiento; la autoridad que se sustenta en la fuerza solo es acatada por temor o conveniencia, mientras que la llamada “autoridad moral” es aceptada por el respeto que se ganan las personas honestas.

Ahora bien, ¿Dónde encuentra el funcionario público las “luces del bien” para el ejercicio de sus funciones? Como decía anteriormente, las deontologías de cada profesión tienen numerosas normas que indican la forma adecuada de comportarse, pero hay cuatro principios básicos que son comunes a todo tipo de función pública, estos son:

a) Apegarse estrictamente a la legalidad: el funcionario público es el ciudadano que está más comprometido en cumplir y hacer cumplir las leyes:

b) Respetar de manera absoluta a todos los ciudadanos, sin preferencias ni desigualdades; el respeto a la dignidad de las personas siempre debe estar presente en su acción;

c) Cumplir con eficacia y responsabilidad sus obligaciones laborales, consciente de que sus tareas están destinadas al beneficio colectivo e individual, mejor conocido como bien común;

d) No cometer abusos de autoridad, es decir, no realizar acciones arbitrarias, ni actuar más allá de lo que las atribuciones de su oficio le permiten.

Como experiencia personal puedo contar que estuve 10 años ocupando un cargo público y relacionándome con el ejercicio de las funciones públicas; allí conocí a personas que sin haberse leído nunca un código de ética eran respetuosas de la ley, trataban bien a la gente, muy puntuales y laboriosas en su trabajo y nunca abusaron de su cargo; en dos palabras, buenos funcionarios y mejores personas: un verdadero ejemplo a seguir.

Hay una frase que en estos días se ha repetido constantemente por las redes sociales: “Es más fácil cambiar de persona que pretender cambiar a una persona”. No voy a revisar la validez de la afirmación, pero creo que el ser humano no es un objeto desechable, y en este sentido me preocupan los funcionarios que no están cumpliendo adecuadamente con sus deberes: le hacen un daño a la sociedad y se hacen un daño a sí mismos. La grandeza del hombre es que siempre tiene la opción de cambiar, y en el caso que nos ocupa sería muy importante, porque una de las tareas pendientes de la democracia venezolana es la consolidación de una función pública que esté acorde con los valores e ideales del humanismo contemporáneo.

martes, 5 de junio de 2012

Participación sin riesgo: un fracaso social

El Presidente de la República anunció que va a impulsar la reforma del Código Orgánico Procesal Penal para acelerar los juicios y acabar con el retardo procesal, que es uno de los grandes traumas de la justicia venezolana. Entre los cambios que propone, el que ha producido más ruido es la eliminación de los escabinos, que son personas de la comunidad, escogidas por sorteo para integrar el tribunal junto con el juez y dictar sentencia: los escabinos son los jueces del pueblo. Esta decisión -en caso de que se produzca- se va a convertir en uno de los fracasos más grandes de la sociedad civil venezolana; seguidamente expondré las razones de tan drástica afirmación.

Las tendencias más avanzadas del derecho procesal penal establecen la participación del pueblo en la administración de justicia. Por esta razón, hace varios años se sustituyó el viejo y anticuado sistema del Código de Enjuiciamiento Criminal, por el moderno y vigente COPP. En esta nueva y avanzada legislación aparece la figura de los escabinos, que como dije anteriormente son personas del pueblo que junto con el juez deben administrar justicia. Pero, ¿qué ocurrió? que el avance alcanzado con las nuevas normas no surtió los efectos esperados, porque ha sido muy difícil que los ciudadanos seleccionados para ocupar tan honrosos cargos, los acepten y cumplan con su deber; la principal razón de este rechazo es que, la mayoría de los elegidos considera que es un riesgo que no están obligados a asumir.

No se debe generalizar, pero en más de una oportunidad, he tenido noticias de personas seleccionadas para participar en asuntos públicos de importancia, que tratan de evadir a toda costa su obligación, aduciendo los argumentos más banales que puedan imaginarse. Y no es solo el caso de los escabinos: ¿Cuánto cuesta conseguir que un testigo declare para ayudar a la búsqueda de la verdad, o que un experto colabore con un dictamen necesario para decidir un juicio complicado? Mucho, y así, a veces la justicia no se administran adecuadamente, por la actitud temerosa de ciudadanos que se niegan a participar si su pellejo puede correr algún riesgo.

Por eso, cuando acudo a esos foros en que se reclama más participación para un mayor crecimiento social, me acuerdo del caso específico de la justicia, y no puedo negar que me invade la idea de que somos muy hipócritas: idealistas cuando opinamos de los asuntos ajenos, pero prácticos y calculadores cuando pueden estar en riesgo nuestros intereses personales. Preferimos ver los toros desde la barrera.

Si se eliminan los escabinos por las razones que en este escrito expongo, hay que dejarse de eufemismos y decir que la justicia le quedó grande al pueblo. Y aquí la culpa no se les puede echar ni a los jueces, ni a los abogados, ni al gobierno…; la culpa la tenemos nosotros: la “sociedad civil”. Y muy especialmente los que por temor o interés, no cumplieron con su deber en el momento oportuno.

Se ha dicho que es imposible ser un buen ciudadano si no se participa en los asuntos públicos; yo añado que es imposible ser un buen ciudadano si no se asumen los riesgos que acarrea la participación. En un artículo anterior comenté que unos de mis profesores de pregrado decía: “A la frase de José María Vargas El mundo es del hombre justo, hay que añadirle la palabra, valiente, porque es muy difícil ser justo si no se es valiente”. Por otro lado, decía Hélder Cámara -palabras más, palabras menos- que no hay nada más peligroso que esa honestidad silenciosa que no dice nada, ni se compromete a nada, ni arriesga nada.