martes, 28 de mayo de 2013

La humanidad y el ambiente

La semana pasada, en el marco del Foro Guayana Sustentable, que realiza anualmente UCAB Guayana, se hizo un justo reconocimiento al amigo Antonio Seijas: un profesor que por su humildad y sencillez se ha ganado el aprecio de sus alumnos y de los amantes del ambiente. Seijas es uno de esos quijotes de este tiempo que se preocupan por el daño que los humanos causamos al ambiente; disfruta paseando por nuestros parques observando las plantas y las aves, y realiza extraños experimentos con sus alumnos para concienciarlos sobre el valor del ambiente. Como ocurre a menudo, en el marco del evento escuché una afirmación que me hizo recordar una vieja polémica, ¿Por qué hay que preservar el ambiente?

Normalmente se nos ha enseñado que debemos cuidar el ambiente porque es necesario para la vida del hombre -cosa que no pongo en duda- pero no todos están de acuerdo con esta visión “instrumental”, porque los animales y las plantas tienen “derecho a existir” independientemente del beneficio que puedan reportar al hombre, y sin tener que pagar el precio del absurdo humano.

En el 2000, el escritor español Arturo Pérez Reverte escribió un artículo titulado El francotirador y la cabra. Cuenta allí que una niña que veía en la tele una película donde un francotirador apuntaba a un pastor que pasaba con una cabra preguntó alarmada ¿No irá a matar a la cabra? A cualquiera puede escandalizar que la muchacha se preocupe más por la cabra que por el hombre, pero Pérez Reverte la justifica con un análisis que siempre termina en la raíz de todos los males: puestos a escoger entre el pastor y la cabra ¿quién debe pagar el precio de la maldad humana? ¿Quién tiene más derecho a existir en esa situación, el hombre o el animal? Dice el polémico escritor: “Una vez dije en esta misma página que la humanidad entera podría desaparecer y no tendría más que lo que se merece, pero en cambio el planeta ganaría en tranquilidad y en futuro. Sin embargo cada vez que muere un bosque o un mar, cada vez que desaparece un animal o una especie es amenazada, el mundo se hace más sombrío y siniestro. A fin de cuentas al animal nadie le pregunta su opinión. No vota ni dispara en la nuca. Nosotros en cambio tenemos el mundo de mierda que nos hemos ganado a pulso” (citado textualmente).

Hay que entender a Pérez Reverte: pasó nueve años presenciando horrores al cubrir conflictos armados como reportero de guerra, y de allí su opinión sobre “la humanidad”. Pero volviendo al tema del ambiente: para protegerlo hay que conocerlo y para eso lo importante es saber llegar a su alma, cosa que no enseñan esos ambientalistas de academia que se preocupan más por números que por la vida. Wenceslao Fernández Florez en su libro El bosque animado dice, palabras más, palabras menos: para mirar un bosque hay que tener un alma atenta y vertida hacia afuera; no hay que hacer otra cosa que mirar y escuchar, con la ternura y la curiosidad que hay en el espíritu de los niños; porque los hombres llevan un alma rayada, como un disco de superficie endurecida que no escucha ni trasmite más que lo que tiene grabado. Este es el gran problema, no solo del ambiente, sino de la humanidad.

Al lado del camino

Ante la crispación política que vivimos en la actualidad, diferentes sectores de la sociedad hacen un llamado al diálogo y el reencuentro nacional. Un diálogo que muchos creen necesario, otros invocan por conveniencia y muchos otros rechazan. Se dice que según las encuestas más del 70% de la población quiere el diálogo y el fin de la confrontación. No estoy seguro de que eso sea totalmente cierto. No se puede negar que muchas personas están cansadas de esta eterna pelea que tiene paralizado el país y la vida de los ciudadanos, pero muchos otros, solo creen en la confrontación y la derrota del adversario.

El presidente Maduro se dedica sistemáticamente a insultar y amenazar a sus adversarios, y estos le responden descalificándolo y ridiculizándolo. Lo que se reparten chavistas y caprilistas no son besos y abrazos precisamente, sino golpes, cohetazos o cacerolazos. Entonces, ¿cómo se puede pensar en el diálogo? si la condición indispensable para que exista es el respeto, y en este momento en Venezuela no es fácil encontrar ambientes respetuosos para el ejercicio de la política.
Por otro lado y en gran medida, el ciudadano de a pie se ha acostumbrado a una vida de intriga, competencia, acusación y denuncia permanente. Venezuela vive una especie de maniqueísmo político y social: todo se divide entre “buenos” que siempre son víctima de los “malos” y una polarización donde los grupos enfrentados, considerándose superiores éticamente, solo saben atacar o descalificar a quienes no comparten su posición política.

Para huir momentáneamente de este escenario, me fui a ese santuario natural guayanés que es el parque La Llovizna. Mientras caminaba, encendí el iPad y aleatoriamente comenzó a sonar la famosa canción de Fito Páez Al lado del camino que en una de sus estrofas hace referencia al momento que vivimos diciendo: “En tiempos donde nadie escucha a nadie”, “en tiempos donde todos contra todos”, “en tiempos egoístas y mezquinos”, “en tiempos donde siempre estamos solos”. Hay que ser muy ingenuo para no reconocer que en gran medida estos son nuestros tiempos y que las aspiraciones de paz y tolerancia parecen esperanzas inalcanzables.

Cuando escribo sobre estas cosas, me tilda de pesimista y amargado, porque lo recomendable es sonreír al futuro con esperanza. Es posible que así sea, pero hay un viejo dicho que reza, “la esperanza es como la sal: da sabor pero no alimenta”. Personalmente, creo y trabajo por la paz y el diálogo; pero como dijo un sacerdote amigo hace unos días, para dialogar hacen falta corazones de carne, no de piedra. Y en este tiempo, estos corazones no son fáciles de encontrar. Ante estas circunstancias y en una sociedad que marca una senda de odio y competencia como opción de vida, provoca hacer lo que dice Fito, “estar al lado del camino viendo cómo todo pasa”.

martes, 7 de mayo de 2013

La esclavitud de este tiempo


Una de las conquistas morales más importantes de la historia del hombre es la abolición de la esclavitud; es decir, la situación en que se encuentra una persona que está dominada por otra, y por lo tanto, carece de libertad. En tiempos pasados la esclavitud era aceptada moral y jurídicamente; inclusive, ilustres pensadores como Aristóteles la consideraban como algo natural. Precisamente, esa esclavitud “legal” fue rechaza y abolida por las sociedades modernas, pero hay otras formas de esclavitud que están presentes en nosotros.

La semana pasada, los cursantes del Postgrado de Derecho Procesal Civil, específicamente de la materia Técnica Probatoria Avanzada, me presentaron una investigación sobre casos difíciles de probar: se trata de situaciones en que, de manera oculta se cometen atropellos contra las personas y, como no hay pruebas, muchas veces quedan impunes. Me llamó la atención que las falsificaciones y los negocios jurídicos simulados ya no son los ilícitos “ocultos” más comunes, ahora se están generalizando una serie de actuaciones que no atentan contra la fe pública, sino contra la dignidad de las personas.

Entre los casos presentados en el curso antes mencionado se generalizan situaciones de acoso sexual laboral, hostigamiento sicológico a los trabajadores para obligarlos a retirarse de las empresas, chantajes emocionales para obtener el consentimiento en negocios jurídicos y muchas otras situaciones en que personas inescrupulosas se aprovechan de las necesidades de la gente para obligarlas a hacer lo que no quieren hacer. Antes, estos eran casos aislados, pero parece que ahora se están generalizando, y que la condición de empleado subordinado hace perder el derecho a ser tratado como una persona digna.

Relaciono esta situación con la esclavitud de antaño, porque normalmente quienes las padecen son personas que se encuentran en un estado de precariedad económica que las obliga a soportar vejámenes para no perder el sustento de la familia. Leer los casos presentados produce verdadera indignación ¿Cómo es posible que en una sociedad donde nos jactamos de nuestros avances éticos y científicos y esgrimimos orgullosamente nuestra Constitución se estén cometiendo estos atropellos? Es evidente que los nombres de los expedientes presentados no son reales y algunos alumnos dicen que son casos inventados, pero el nivel de detalle me hace concluir que son situaciones de la vida real, ligeramente “editadas”.

Lo peor es que la cosa no termina aquí. Al lado de estos atropellos clandestinos que se cometen contra la libertad de las personas, en los últimos tiempos han aparecido otros que se manifiestan de manera pública y evidente: el despido por disidencia política. Los medios de comunicación han presentado declaraciones de gerentes y funcionarios de empresas públicas que amenaza con ignorar las leyes laborales y despedir a trabajadores que simpaticen con la oposición. El gobierno garantiza que eso no va a ocurrir. Ojalá que así sea, porque como decía al principio, una de las conquistas más importantes de nuestra cultura jurídica occidental es la abolición de la esclavitud y la construcción de un mundo de hombres libres. Porque sin libertad no hay dignidad humana, ni Estado de Derecho y mucho menos de justicia.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La institucionalización de las groserías


Hace algunos años, en la familia y en la escuela se preocupaban porque los niños no dijeran groserías, para que cuando fueran hombres hablaran bien. Decir groserías era algo tan mal visto que cuando alguien las repetía constantemente se decía que no era de buena familia. Pero los tiempos han cambiando y lo que ayer era inaceptable hoy es normal. En el pasado las groserías se decían en privado, hoy se pueden oír en reuniones de gerentes de empresas públicas, programas de televisión, en las redes sociales, campañas políticas y de manera más intensa en la confrontación verbal entre Maduro y Capriles, los dos políticos que copan la escena nacional en este momento. Pareciera que las groserías, o dicho de otra forma, el lenguaje soez se ha convertido en algo socialmente aceptado e inclusive institucionalizado.

Cuando converso sobre este tema, debo reconocer que la mayoría coincide en que esta generalización de la vulgaridad verbal es algo inaceptable, pero siempre hay quien se empeña en justificar lo injustificable: se dice que eso de “hablar bien” es algo de la más rancia burguesía; que las groserías forman parte del lenguaje popular y para llegarle al pueblo hay que hablar así. Estos argumentos me parecen verdaderamente insostenibles: el tema del decoro en el lenguaje no se puede sectorizar políticamente, porque la elegancia y la vulgaridad están en todas partes; por otro lado, decir que para llegarle al pueblo hay que ser vulgar es tener una opinión muy pobre del ciudadano venezolano.

Este problema del uso del lenguaje va mucho más allá de una simple cuestión de elegancia y estilo: las palabras son la expresión de nuestro pensamiento. Voy a citar brevemente lo que dice Grace Stuart Nutley en su libro Conversar para Convencer: “siendo las palabras los instrumentos del pensar, no podéis pensar más allá del alcance de vuestro vocabulario. El rápido progreso de la civilización durante los últimos milenios precedentes no es debido a un accidente ni a un súbito incremento de la inteligencia del hombre. Es debido a un vocabulario enriquecido que permite una mejor y comprensión y comunicación”... “Si las palabras profanas y vulgares, frases hechas o burdas exageraciones dan la medida de vuestro vocabulario, son también la medida de vuestra mente”(Las negrillas son mías).

Creo que a la cita anterior poco se le puede añadir. No se trata de llegar al puritanismo exagerado de pretender que nadie diga una grosería, porque a todos, más o menos, se nos escapa alguna mala palabra, lo malo es usarlas como forma de comunicación normal e inclusive institucional, porque eso poco aporta y a la larga embrutece a la gente. Si queremos construir una verdadera ciudadanía vamos a cuidar los detalles y empezar por las cosas pequeñas: hablar bien es una muestra de respeto, no solo a los demás, sino a nosotros mismos.