El
pasado domingo se celebró el Día Nacional del Abogado; una fecha que
poco a poco va desapareciendo como celebración importante, de la misma
manera en que “la autoestima” de esos profesionales va disminuyendo por
la incomprensión social que hay hacia ellos. Hace algunos años, el Día
del Abogado era todo un acontecimiento en el gremio, inclusive, en más
de una ocasión la celebración duró toda una semana, realizándose en
ella jornadas de mejoramiento profesional, eventos deportivos e
intercambios culturales, para cerrar con la sesión solemne del día 23 y
la gran fiesta donde los colegios “botaban la casa por la ventana”. Hoy
todo eso parece que está destinado a quedar guardado en el álbum de los
recuerdos nostálgicos de la abogacía de ayer.
A través de los años, la profesión del abogado ha sido objeto de una
comprensible crítica en virtud de su complejidad y los conflictos que
tiene que manejar. Hasta el arte se ha ocupado de ella y más de una
poesía se ha dedicado a expresar sentimientos de frustración por la
conducta de algunos “letrados”. Uno de los ejemplos más palpables de
esto lo tenemos en San Ivo, patrono de los abogados, conocido por el
dicho: San Ivo era bretón. Era abogado y no era ladrón. Santo Dios: qué
admiración.
Pero más allá de lo anteriormente comentado, la abogacía es la
profesión que tiene como objetivo el mayor anhelo del hombre: la
construcción de una sociedad justa: puede haber mucha salud, con el
progreso de la medicina, o hermosas ciudades con los avances de la
ingeniería, y ni se diga de la informática o las telecomunicaciones,
pero si no hay justicia todo lo demás es insuficiente: un insigne
luchador por la conquista de los derechos civiles, Martin Luther King,
dijo en una oportunidad, palabras más, palabras menos: “El hombre ha
aprendido a viajar por el espacio y llegar a la luna, pero no ha
aprendido a vivir en paz con su hermano”.
Es muy difícil hablar de las conquistas morales alcanzadas por el
hombre en la lucha por su dignidad sin hablar de los abogados: Tomás
Moro, Gandhi, o más recientemente, Nelson Mandela, entre otros, son solo
un ejemplo de ello.
El día del abogado no es una fecha más de las tantas que se inventan
hoy para justificar todo tipo de celebraciones. Es el momento adecuado
para reflexionar sobre un oficio que pretende establecer en la sociedad
un orden jurídico que propicie una convivencia armoniosa. El problema es
que, que en estos tiempos de tecnicismo y velocidad postmoderna, los
gremios y las universidades se ocupan de los detalles, pero se olvidan
de la esencia de las cosas; transmiten la idea de que la abogacía es
simplemente una forma de ganarse la vida cuando realmente es mucho más
que eso.
Me decía un amigo que, “los buenos abogados y la justicia tienen mala
prensa: el ejercicio honrado de la abogacía o la sentencia justa no
salen en los diarios porque no son noticia. Esta sociedad hipócrita
habla mucho del bien, pero realmente lo que le gusta es el mal”. No voy a
suscribir totalmente esa idea, pero estoy de acuerdo en que hay que
prestar mayor atención a la labor que cumplen hombres y mujeres que han
convertido la profesión de abogado en un apostolado que sueña con la
justicia. Por eso, en este momento especial, ante el temor de que sean
injustamente ignorados, les dedico estas líneas de agradecimiento y
admiración, deseando a todos mis colegas que pasen un feliz día y que
nunca disminuya en ellos el orgullo de ser abogados.
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