martes, 25 de junio de 2013

Los abogados no tienen quien les escriba

El pasado domingo se celebró el Día Nacional del Abogado; una fecha que poco a poco va desapareciendo como celebración importante, de la misma manera en que “la autoestima” de esos profesionales va disminuyendo por la incomprensión social que hay hacia ellos. Hace algunos años, el Día del Abogado era todo un acontecimiento en el gremio, inclusive, en más de una ocasión la celebración duró toda una semana, realizándose en ella jornadas de mejoramiento profesional, eventos deportivos e intercambios culturales, para cerrar con la sesión solemne del día 23 y la gran fiesta donde los colegios “botaban la casa por la ventana”. Hoy todo eso parece que está destinado a quedar guardado en el álbum de los recuerdos nostálgicos de la abogacía de ayer.

A través de los años, la profesión del abogado ha sido objeto de una comprensible crítica en virtud de su complejidad y los conflictos que tiene que manejar. Hasta el arte se ha ocupado de ella y más de una poesía se ha dedicado a expresar sentimientos de frustración por la conducta de algunos “letrados”. Uno de los ejemplos más palpables de esto lo tenemos en San Ivo, patrono de los abogados, conocido por el dicho: San Ivo era bretón. Era abogado y no era ladrón. Santo Dios: qué admiración.

Pero más allá de lo anteriormente comentado, la abogacía es la profesión que tiene como objetivo el mayor anhelo del hombre: la construcción de una sociedad justa: puede haber mucha salud, con el progreso de la medicina, o hermosas ciudades con los avances de la ingeniería, y ni se diga de la informática o las telecomunicaciones, pero si no hay justicia todo lo demás es insuficiente: un insigne luchador por la conquista de los derechos civiles, Martin Luther King, dijo en una oportunidad, palabras más, palabras menos: “El hombre ha aprendido a viajar por el espacio y llegar a la luna, pero no ha aprendido a vivir en paz con su hermano”.

Es muy difícil hablar de las conquistas morales alcanzadas por el hombre en la lucha por su dignidad sin hablar de los abogados: Tomás Moro, Gandhi, o más recientemente, Nelson Mandela, entre otros, son solo un ejemplo de ello.

El día del abogado no es una fecha más de las tantas que se inventan hoy para justificar todo tipo de celebraciones. Es el momento adecuado para reflexionar sobre un oficio que pretende establecer en la sociedad un orden jurídico que propicie una convivencia armoniosa. El problema es que, que en estos tiempos de tecnicismo y velocidad postmoderna, los gremios y las universidades se ocupan de los detalles, pero se olvidan de la esencia de las cosas; transmiten la idea de que la abogacía es simplemente una forma de ganarse la vida cuando realmente es mucho más que eso.

Me decía un amigo que, “los buenos abogados y la justicia tienen mala prensa: el ejercicio honrado de la abogacía o la sentencia justa no salen en los diarios porque no son noticia. Esta sociedad hipócrita habla mucho del bien, pero realmente lo que le gusta es el mal”. No voy a suscribir totalmente esa idea, pero estoy de acuerdo en que hay que prestar mayor atención a la labor que cumplen hombres y mujeres que han convertido la profesión de abogado en un apostolado que sueña con la justicia. Por eso, en este momento especial, ante el temor de que sean injustamente ignorados, les dedico estas líneas de agradecimiento y admiración, deseando a todos mis colegas que pasen un feliz día y que nunca disminuya en ellos el orgullo de ser abogados.
 

martes, 18 de junio de 2013

Borges, el fútbol y la Vinotinto

La semana pasada vivimos un día de emociones y sentimientos contradictorios: nos levantamos contentos e ilusionados y nos acostamos tristes. En el CTE Cachamay la Vinotinto recibía a la selección de Uruguay con la esperanza de alcanzar una victoria que la colocaría a un paso del Mundial de Brasil. La ciudad prácticamente se paralizó, todo era alegría, y desde tempranas horas de la tarde la gente comenzó a llegar al estadio: un día de júbilo y unidad deportiva que hacía falta en medio de tanta confrontación y amargura; “todos éramos Vinotinto”.

Personalmente no fui al estadio, pero viví intensamente el encuentro en una amena reunión familiar que disfrutó del juego hasta el minuto 27 del primer tiempo, cuando el gol de Cavani comenzó a oscurecer las esperanzas; a las 9:00 de la noche se consumó la derrota y la ilusión se esfumó: perdimos otra vez en el momento preciso.

Para “pasar la amargura” al llegar a casa busqué a esos autores que tratan de dar explicación al absurdo del sufrimiento por la derrota deportiva: Juan Nuño y Jorge Luis Borges; este último enemigo declarado del fútbol, famoso por decir frases como “el fútbol es popular porque la estupidez es popular”... “Qué raro que nunca se le haya echado en cara a Inglaterra haber llenado el mundo de juegos estúpidos como el fútbol. El fútbol es uno de los mayores crímenes de Inglaterra”… “La idea de que uno gane y que el otro pierda me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder, que me parece horrible”.

Además de lo anterior Borges consideraba que el fútbol no le interesaba a nadie: “Nunca la gente dice, qué linda tarde pasé, qué lindo partido vi, claro perdió mi equipo”. No lo dice porque lo único que interesa es el resultado final. No disfruta del juego. Aquí parece que el maestro tiene razón porque la Vinotinto no jugó mal, pero la gente no se contenta con eso, quería verla ganar.

Pero a pesar de todos los razonamientos anteriores, es muy difícil que quien se ha criado en la práctica y la afición por el fútbol abandone esa adicción de la noche a la mañana y al otro día comencé a hacer cálculos sobre las posibilidades de ir al Mundial. Tengo una ventaja por encima de mis amigos en materia de frustraciones deportivas, ser fanático de los Tiburones de La Guaira, Deportivo La Coruña o de la misma Vinotinto, me ha convertido en un experto en derrotas, y en consecuencia, lo que me va a suceder puede ser igual o mejor pero nunca peor.

Le dije a una amiga que hoy iba a escribir sobre este tema y me pidió que no fuera pesimista, y dijera algo que ayudara a levantar el ánimo de los fanáticos, cosa difícil en virtud de las circunstancias. No obstante, recordé otra anécdota de Borges y su idea del fútbol: cuando se iba a jugar la final entre Argentina y Holanda en 1978, le preguntaron: ¿Usted cree que Argentina es mejor que Holanda? Y contestó, “Argentina será mejor que Holanda cuando tenga a un Erasmo de Rotterdam”. No sé si esto sirve de consuelo, pero aunque Venezuela nunca haya ido a un Mundial de fútbol es la cuna de Bolívar y de Andrés Bello.

viernes, 14 de junio de 2013

Música en vivo

Las cosas buenas de la vida se van perdiendo poco a poco. Y se pierden porque perdemos el interés en ellas. Si hacemos una lista de lo que hasta ayer era atractivo para nuestra vida y hoy ya no nos importa nos vamos a asombrar. Entre las víctimas de ese olvido o indiferencia contemporánea está la interpretación musical en vivo: en el pasado, la presencia de un artista entonando una melodía no tenía precio, ahora prácticamente no se le hace caso: da lo mismo un músico que un equipo de sonido.

Hay que ser músico para saber lo que se siente cuando el público te ignora. He observado y vivido en forma repetida cómo en esos locales donde se anuncia música en vivo, durante las interpretaciones los presentes siguen hablando como si nada y, al terminar, alguien tiene que pedir que aplaudan para advertir que no se trata de un equipo de sonido, sino de un ser humano que con su talento trata de amenizar el momento.

Salvo los ídolos comerciales que siempre están al tapate o los destacados virtuosos de la música culta que forman una élite artística exclusiva, el músico que ameniza fiestas o reuniones es poco considerado, e inclusive irrespetado. He observado cómo, en más de una reunión, aparecen personas que llevan un artista frustrado por dentro y cuando están alegres le quitan el micrófono al cantante, para convertirse en intérpretes espontáneos que “asesinan la melodía”, ganándose el aplauso de los presentes que ignoran las virtudes musicales de los artistas pero elogian la osadía sin importar la calidad.

Un amigo que interpreta de manera magistral las canciones de Alberto Cortez y Facundo Cabral me dijo que “tiró la toalla”; no canta más porque no hay público para sus melodías. Los tiempos cambian y si no surge un movimiento protector de las costumbres en extinción, la música en vivo pronto será un recuerdo del pasado.

Esto no es una cosa sin importancia. Forma parte de una peligrosa tendencia que malinterpretando el progreso, está enviando al archivo muerto el valor de la persona humana. Y el problema no se vive solo en la música: en días pasados presenciaba una conferencia, donde, como es costumbre en este tiempo, un ponente presentaba un tema con ayuda de una proyección de video beam; como la imagen no era muy nítida, apagaron la luz presentándose una escena curiosa: desapareció la persona, sólo se oía su voz mientras los presentes veían cómo pasaban las láminas. Hay que poner las cosas en su justa medida: aprovechar la tecnología, pero tener cuidado, porque la persona humana siempre debe estar en el centro; si no se han dado cuenta, los oradores o expositores están siendo sustituidos por lectores de presentaciones. Y si la cosa sigue así, dentro de poco, estos últimos tampoco serán necesarios.

Hay gente que cree que la humanidad va a ser destruida por guerras o catástrofes naturales tal y como lo interpretan algunos teólogos en el Armagedón apocalíptico. No necesariamente tiene que ocurrir así, porque poco a poco va desaparecer, si el hombre no se preocupa por conservarla, empezando por esas pequeñas cosas que nos parecen irrelevantes, pero que en su conjunto son determinantes.

Luces en la oscuridad

El sábado, en los espacios de la Plaza del Agua y parque La Llovizna se corrió la carrera nocturna Guayana 2013: un evento digno de comentar. Fue una carrera diferente porque obviamente, no es lo mismo correr de día que hacerlo en la oscuridad. En la competencia participaron corredores de todo el país, ataviados con los utensilios que entregaban los organizadores del evento: franela, una linterna para colocarse en la cabeza, pulsera y collar de colores fosforescentes, que daban un colorido especial a la competencia, tomando en consideración que se realizaba de noche. Por iniciativa familiar y con cierta desconfianza me animé a participar.

La partida se dio en la Plaza del Agua; desde allí, hasta entrar al parque, la visibilidad era bastante buena, pero en el bosque nos encontramos con esa oscuridad que caracteriza las noches sin luna. De repente, nos tropezamos con un espectáculo impresionante: las luces de los corredores formaban una especie de sendero multicolor que marcaba el camino. Parecían que todos íbamos en una procesión de luciérnagas que serpenteaba un mundo de tinieblas. Vivir esa experiencia hacía que por momentos nos olvidáramos de la carrera, porque en la oscuridad es donde se aprecia más intensamente la luz, más aun cuando sus rayos son orientadores.

La ruta no era fácil, 9 kilómetros por los senderos quebrados de La Llovizna. Como de costumbre, participé en esa categoría imaginaria que forman los que no van ganar, sino a llegar; no a vencer a los demás, sino a luchar contra las flaquezas y debilidades personales. He llegado a la conclusión de que ésta es la parte más entretenida de la carrera: paradójicamente, los que compiten por ganar van muy serios, pero los que sufren por llegar, van burlándose de ellos mismos o echándole bromas a los demás. Una competidora cargadita de años y de kilos, iba muerta de la risa porque no podía con su alma. Dice un viejo refrán: “Quien puede reírse de la adversidad tiene garantizada la felicidad”.

Y llegamos al Teatro de Piedra: fin de la carrera. Allí todo era alegría; más de quinientas personas compartían la satisfacción de alcanzar la meta. No había diferencias; todos eran participantes y acompañantes que celebraban y compartían el momento. Parecía que estuviéramos en otro país: un lugar donde lo importante era aprovechar la oportunidad de ser feliz, aunque solo sean un instante.

En estos días se ha repetido bastante la anécdota de Jorge Luis Borges, cuando unos jóvenes le dicen que ellos también eran escritores, porque escribían canciones de protesta, y él les contesta: “Huy che, eso debe ser muy difícil, tener que estar todo el día enojado”. Bueno, guardando las distancias, con la anécdota, en nuestra querida Venezuela lo que leemos y vemos a diario son protestas, denuncias y controversias: pareciera que en la vida no hay otra cosa. La gente se marchita como observadores de una confrontación política que ocupa todos los espacios de la vida. Pareciera que estamos condenados a que una elite política que solo piensa en el poder, nos obligue a vivir permanentemente amargados.

Ante esta situación, la ciudadanía de a pie debe rebelarse y del mismo modo que organiza carreras nocturnas tiene que prepararse para sobrevivir en medio de la oscuridad que produce el panorama político del país.

Cementerio de esperanzas

La semana pasada, después de un agitado día de trabajo en Caracas, quise disfrutar de un agradable restaurante que frecuentaba desde hace años: un lugar ubicado en el último piso de un conocido centro comercial donde, además de comer, se puede contemplar la ciudad. Pero al llegar al sitio, me encontré con la desagradable sorpresa de que el local estaba cerrado; ignoro las razones, lo cierto es que no pude disfrutar de ese espacio para cenar mirando las luces de la noche caraqueña.


Recorriendo el centro comercial comencé recordar la cantidad de tiendas que existían y ya no están: ventas de discos, casas de magia y perfumerías, supermercados, relojerías, etc. Parece que la permanencia no es una característica de los negocios de este tiempo, porque cuando menos te lo esperas, te encuentras con un local cerrado y un letreo en la puerta: se alquila o se traspasa: “la imagen de una esperanza enterrada”, como oí decir recientemente.


Lo más triste, es que la mayoría de estas empresas fracasadas eran negocios de familias, que tratando de buscar mejor destino económico se embarcaron en un viaje que terminó en “naufragio”. Como hijo de comerciante sé lo que es fundar, mantener y sufrir una empresa. Quienes no tienen idea de esto, muchas veces satanizan el oficio tildando a todo empresario de especulador o delincuente, que se quiere lucrar ilícitamente con el dinero de la gente; la verdad es otra. Fundar una empresa en este tiempo es un acto verdaderamente heroico: hay que estar preparado para soportar la implacable fiscalización de los entes del Estado; garantizar o afianzar los compromisos asumidos con instituciones financieras o acreedores con todo el patrimonio, inclusive con el inmueble que sirve de hogar a la familia; sobrevivir a las duras exigencias de la legislación laboral, etc. En conclusión, hay que ser muy valiente y arriesgado para ser un emprendedor en estos días.
 
No escribo esto por la frustración que me produjo el no poder cenar y tomarme una copa de vino en el lugar acostumbrado; me preocupa otra cosa: el fracaso cada vez más reiterado de la iniciativa empresarial. Esto no es algo normal en el devenir económico cuando prácticamente se convierte en una regla. No es posible que todas estas “quiebras” sean producto de la torpeza gerencial, el problema está en las condiciones que brinda el Estado para desarrollar esas actividades.


De regreso a Guayana en un vuelo al atardecer con cielo despejado, en vez de leer, me dediqué a ver el paisaje desde el aire. Al acercarnos al aeropuerto el avión giró sobre el puente Orinoquia y sobrevoló las empresas básicas. Un pasajero al ver lo que ayer fue un emporio industrial, orgullo de los guayaneses, murmuró: “qué lástima”. En ese momento comparé el restaurante cerrado con el paisaje industrial de Guayana, y entendí la verdadera magnitud del problema: si no se corrige el rumbo, en un futuro cercano, vamos a vivir en medio de un cementerio de esperanzas.
Twitter @zaqueoo