El pasado 11 de
septiembre, al cumplirse 10 años de los ataques contra las torres gemelas, Javier Marías
escribió en su columna Zona fantasma un artículo titulado Hasta que se agoten las lagrimas. Dice
allí, que desde esa fecha los ciudadanos
se han acostumbrado a convivir con el
miedo, a llevarlo incorporado en todo
momento cada vez que viajan, porque ante la posibilidad de un atentado, la
seguridad es y será siempre relativa. Nosotros podemos estar contentos de que
hasta ahora el riesgo del ataque terrorista no se ha hecho presente, pero hay
otras circunstancias que hacen que el
venezolano viva con el temor permanente de que pueda verse envuelto en una
tragedia.
La semana pasada fue
especialmente “acontecida” en el aeropuerto de ciudad Guayana: tres incidentes
aéreos y un conato de incendio en menos de cuatro días pusieron en evidencia los
problemas del trasporte aéreo nacional. En ocasiones los incidentes menores son beneficiosos porque redoblan las precauciones y mejoran el
servicio, pero el impacto mediático de los sucesos han potenciado el miedo a
volar a extremos nunca antes vistos
El pasado jueves
tenía que trasladarme a la ciudad de Coro, y en medio de los inquietantes
rumores me fui al aeropuerto tratando de
ignorar la paranoia reinante. Cuando estaba en la sala de espera, vía twetter, informaron que en un cercano
aeropuerto, un avión había perdido los
dos cauchos. Una de las cosas que tranquiliza
en esas situaciones es la confianza que trasmite la actitud serena de los demás
pasajeros, pero en esa oportunidad esto no pintaba muy bien: no había muchas
sonrisas, más bien caras largas, que se trasformaron en rostros de preocupación
cuando empezó a llover copiosamente; a
mi lado estaba una señora que tenia la vista fija en una revista pero no pasaba
las páginas; otros se levantaban,
miraban hacia la pista, se sentaban y repetían esos movimientos varias veces, como si fuera un ritual; casi nadie hablaba,
algunos dormitaban o fingían hacerlo. De repente, por los parlantes internos
ordenaron que desalojáramos inmediatamente el aeropuerto. Se produjo un
sobresalto automático y muchos salieron corriendo
del lugar a pesar de los consejos del personal de seguridad. Al final, un corto
circuito que se reparó rápidamente, pero un tremendo susto que algunos no
olvidarán fácilmente
Pero las cosas no terminaron allí, el diario El Nacional, en su edición del domingo pasado titula así:
“Líneas aéreas en jaque por los retrasos de Cadivi. El presidente de la Cámara
Venezolana de Trasporte Aéreo Eugenio Molina señala que la tardanza repercute
en el mantenimiento y la reparación de aeronaves”. Como puede verse, no
necesitamos ataques terroristas para vivir asustados, la ineficiencia ha producido el mismo efecto. Va a ser más fácil
mejorar el servicio aéreo que recuperar la confianza de la gente. Y no son solo los vuelos: la inseguridad personal
por delincuencia desbordada, el irrespeto a la propiedad privada, el
oscuro panorama político y muchos otros problemas que se
sufren a diario, parecen refirmar la
idea de que, en nuestro tiempo la
seguridad es y será siempre relativa.
Hay que reconocer
que es imposible vivir sin miedo, pero no podemos dejar que el miedo secuestre nuestras vidas; los valientes no son los que no tienen miedo,
sino los que saben dominarlo. Sobre esto
hay una frase que cita Marías en el artículo que comento al principio: “Ignorar
los males venideros, y olvidar los males pasados, es una misericordiosa
disposición de la naturaleza, por la cual digerimos la mixtura de nuestros
escasos y malvados días” jblanco@ucab.edu.ve; twitter
@zaqueoo
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