domingo, 26 de marzo de 2023

Vivir en las minas: aventura familiar en Las claritas

Cuando Rómulo Gallegos comienza la novela Canaima, calificando a Guayana como, la de Los aventureros “… un tapete milagroso donde un azar magnífico echaba los dados y todos los hombres audaces querían ser de la partida…”  no exagera: la historia de esta región está llena, de episodios de quienes salieron de la ciudad para internarse en los misteriosos e impredecibles terrenos de la aventura, donde según las leyendas, se puede encontrar la fortuna o la desgracia. Mucho se ha escritos sobre las minas y los mineros a los que se refiere Tomás Eloy Martínez  en su libro Distintas maneras de no hacer nada: “¿Quién podrá vivir en estas desconcertadas casas de Zinc, junto a los hombres que tienen la enfermedad del silencio y la salud de la codicia,  sin apartar los ojos de la arena porque de pronto en algún relámpago del yerto horizonte suelen aparecer los diamantes?”  Puedo presentar la pregunta de otra manera, ¿quien puede vivir en las minas?

    Se equivoca el que crea que en las minas o en los pueblos mineros  se puede encontrar algo parecido al ambiente y relaciones citadinas. Voy a referirme a  la aventura de un matrimonio que, con sus hijos, a finales de los años 70, decidió participar en lo que para aquel entonces era la fundación de Las Claritas, que Américo Fernández define  como “un pueblo eminentemente minero, el segundo pueblo de frontera más importante después de Santa Elena de Uairen ya que está en el kilómetro 85 de  la carretera que conduce desde El Dorado a Santa Elena de Uairen y a 40 kilómetros de la frontera con la Guayana Esequiba”.  Leamos  lo que nos cuenta la esposa de su aventura en aquel lugar.
 
    “A finales de los años 70 a mi marido le ofrecieron un trabajo en una mina que se estaba instalando cerca de Las Claritas.  Nos fuimos a vivir allí con mis dos hijos pequeños de 4 y 6 años.  Era un viaje largo y fastidioso, porque después de El Dorado la carretera era de tierra, llena de huecos y charcos  que la hacían interminable. Había que ir en carros rústicos porque era fácil quedarse pegado en el barro. Después de muchas horas de viaje llegamos de noche. No teníamos donde dormir, pero conocíamos a un capitán indígena de nombre Navarro y allí nos quedamos  viviendo un año en el campamento de los pemones.
 
    En el kilómetro 85, además del campamento indígena estaba la casa del dueño de la mina que contrató a mi esposo; la bodega del señor Santos Cabrera, el negocio de un alemán que criaba peces, llamado la Barquilla de fresa, el negocio del Señor Celestino que vendía pollos y conejos y la casa del gerente de la mina de Caolín, si no recuerdo mal.  En el Kilometro 88 ya estaba la bomba de Gasolina del Señor Manolo Cid, un comedor de una Señora Cubana y el Comando de la Guardia Nacional.  La única mina que estaba trabajando legalmente era la Cristina 4 de Amalfi Grossi y la mina del Caolín que estaba más adelante. Se estaban haciendo los levantamientos topográficos para los permisos de las demás concesiones. Además de los negocios que dije antes, había algunos buhoneros que llegaban a vender algo o los llamados mineros artesanales  o ilegales  que siempre rondaban el lugar. La carretera siempre tenía tráfico porque estaba pendiente la construcción hasta Santa Elena

    En un primer momento, todo era agradable y emocionante: por las mañanas los araguatos escandalizaban y las guacamayas aparecían por todos lados: era selva pura. Todavía no habían llegado las monjas y estaban  construyendo el dispensario médico. El trato era amistoso, porque todos se conocían y ayudaban. Si no se conseguía algo  siempre estaba el que viajaba a Tumeremo o San Félix y se le encargaba lo que se necesitaba. Por las noches se acostumbraba a hacer fogatas, conversar cenar y dormir. El entretenimiento era oír música o leer, después llegó el betamax. En ese tiempo leí muchas novelas. También se bebía y fumaba bastante. Era una vida tranquila, trabajar, comer y dormir. A veces los domingos íbamos hasta la piedra de la virgen o subíamos hasta la Gran Sabana. Creíamos que habíamos encontrado el sitio ideal para vivir, muy diferente a la vida agitada de Puerto Ordaz

    Cuando dieron los permisos y empezaron a trabajar las minas  llegó mucha gente a construir casas o negocios desordenadamente.  Para mi, la vida cambió la noche que mataron a un vecino. Nunca había pasado mayor cosa y ese día el hombre salió a visitar a un amigo y no regresó  a su casa, lo encontraron muerto en la carretera. Empezaron los acontecimientos sospechosos; otro, que era capataz en una mina tuvo un extraño accidente y murió;  había que cuidar bien las cosas porque se perdían, o mejor dicho las robaban.  Llegó el miedo. Se empezó a perder la confianza y a llegar gente rara y mala: los vecinos más antiguos  decían que allí ya no se podía vivir.

    Antes de que llegara el desastre, nosotros compramos unas bienhechurías y unos derechos sobre un terreno que estaba a la entrada del pueblo. Allí construimos con ayuda de los indios una churuata grande que dividimos: una parte para vivir, otra para un restaurante. Limpiamos el terreno y construimos un estacionamiento para vehículos e hicimos un helipuerto. Nos iba bien en ese negocio.  Un fin de semana fuimos a visitar a la familia en Puerto Ordaz y al regresar nos habían invadido la mitad del terreno. Nadie nos ayudó, ni la Guardia Nacional. Nos ganamos de enemigos a unos maleantes que nos amenazaban  constantemente y no nos dejaban  dormir tranquilos.  Entonces decidimos alquilar la churuata y regresar a Puerto Ordaz. El hombre que nos la alquiló nos pagó durante un tiempo, después no nos pagó más y nos olvidamos de todo eso. 

    Las claritas estaba a 3 kilómetros del comando de la Guardia y cuando empezó el desorden no tomó cartas en el asunto. Empezó a llegar gente que invadía terrenos ocupados o desocupados y cuando se ponía la denuncia decían que esos terrenos no eran de nadie. Y  es verdad, allí nada es de nadie. No es lo mismo que se forme un barrio al lado de una ciudad a que se forme en la selva. En la selva no hay ley, y cuando llegan los que viven sin  ley  no hay respeto por nada, todo esta en peligro, tu vida, tus cosas, todo se pierde hasta las esperanzas…”

    La narración es una crónica de la degradación de la convivencia: como un lugar casi paradisiaco, donde en medio de la naturaleza, indígenas, religiosos, campesinos, bohemios y empresarios, compartían un espacio común gobernado por una ética básica, suficiente para poder vivir armoniosamente,  se transforma en una zona de barbarie que hoy ocupa las preocupaciones  de diferentes disciplinas científicas 

  En la irreverente pluma del desaparecido filósofo Juan Nuño, podemos encontrar algunas pistas para buscar respuestas a la pregunta ¿se puede vivir en las minas? Afirma el citado autor en su conferencia  ¿Por qué existen las ciudades? “Es curioso y hasta paradójico: la ciudad es la consecuencia de una agrupación de seres humanos, de la misma manera que la colmena es la agrupación de determinados insectos. Pero hasta ahí llega la comparación: en las ciudades el hombre realiza mejor su libertad que fuera de ellas. Fuera de ellas solo existe  la tribu, la especie, la arrancia, el nomadismo, Es en las ciudades donde aparece por primera vez la noción de individuo, de ser aislado y soberano”

    Dura frase, pero más dura es la realidad de los hombres  que tienen la “enfermedad del silencio, o la salud de la codicia, atrapados en eso que se llama “la mina” difícil de comprender por su crueldad e inhumanidad. Gallegos, Tomas Eloy Martínez  y Nuño tienen puntos de coincidencia con los protagonistas de nuestra historia. El problema está en lo que produce la selva en el alma de quienes se internan en ella. Como decía Conrad en su Corazón de las Tinieblas:  “…Pero su alma estaba desquiciada. A solas en esa selva, había mirado dentro de sí mismo, ¡Y por todos los cielos había enloquecido!”


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domingo, 19 de marzo de 2023

La maldición del queso "rayao"


    Creo que el autor de la tesis es el amigo Rómulo Dalí, abogado y filósofo de la cotidianidad en la ciudad de San Félix: sostiene que en tiempos en que los multivitamínicos  potencian las facultades físicas de los seres humanos, nosotros seguimos disfrutando de las deliciosas arepas con queso blanco "rayao", que quitan el hambre, pero no alimentan. Así, cuando en la historia del deporte venezolano, un destacado nadador pierde en la última brazada, la medalla de oro, dice la voz popular: “le pegó el queso rayao”, lo mismo pasa cuando la Vinotinto juega “como nunca y pierde como siempre”  por incomprensibles infortunios futbolísticos. Y se pueden citar numerosas anécdotas, a las que hay que sumar la de anoche en el clásico mundial de béisbol, cuando llegamos ganando a la orilla de la ilusión, pero un solo lanzamiento equivocado frustró la esperanza de todo un país.
    Un profesor de Filosofía no puede creer en “pavas” o “maldiciones” pero a veces  hay que aceptar que, lo que se conoce popularmente como “mala leche” existe, y prueba de ello es el fatídico octavo inning  del juego de Venezuela contra Estados Unidos. El equipo lucía invencible: jonrones descomunales,  pitcheo dominador,  y un ambiente festivo en las gradas, donde la alegría de la fanaticada criolla opacaba a la de los adversarios; de repente sin hacer gran cosa el equipo norteamericano colocó tres corredores en circulación; base por bolas, un elevadito que cayó detrás de segunda y un pelotazo; así la escena quedó servida para que, teniendo  el pitcher al bateador en cuenta de dos strike sin bolas, le lanzara una recta que fue a parar al segundo piso de las tribunas del left filder. Entonces, las esperanzas se esfumaron dejando mucha tristeza y desilusión
    Cada vez que estas cosas ocurren y nos invade la frustración, recuerdo al desaparecido filósofo Juan Nuño, que en su libro La veneración de las astucias, decía – palabras más palabras menos- que  "los fanáticos de los equipos derrotados, no pierden absolutamente nada, solo ilusiones que son esperanzas sin fundamento real." Lo que digo como consuelo a mis entristecidos familiares y amigos, es que ante estas tragedias deportivas tengo cierta ventaja, porque soy fanático del equipo más “salao” de la pelota venezolana: los Tiburones de la Guaira,  donde la derrota no es una tragedia irremediable, porque la alegría de la samba es imbatible.  Como dice el mexicano Juan Villoro refiriéndose a la selección mexicana de futbol que: “para prepararse contra la adversidad hay que hacerse fanático de un equipo perdedor”; pase lo que pase siempre hay motivos para ver la vida con optimismo. En este sentido, volviendo al juego de ayer, los jugadores  regalaron alegrías y emociones a sus compatriotas  y, sobre todo, los unieron en torno de una sola pasión, que en definitiva es lo importante. 
    De momento,  seguiré desayunando mi arepa con queso rayao, porque el placer que produce es real y la maldición antes descrita una superstición fantasiosa
    

   




lunes, 6 de marzo de 2023

Los amigos de ayer y hoy

    Hay lugares que no pasan  de moda porque los visitantes los mantienen con vida; entre estos, puedo destacar las tradicionales cafeterías donde la tertulia cotidiana siempre está presente. Y si bien, hay famosos sitios que reúnen a gente del arte, el deporte o la política, también son espacio predilecto para las charlas entre amigos; eso pensaba tomándome un café y observando a los circunstantes en una muy concurrida fuente de soda del  Este  capitalino, que en su mayoría estaban bastante entrados en años. En una mesa cercana varias señoras muy locuaces y sonrientes disfrutaban del momento; era un reencuentro de “viejas amigas” según dijo un mesonero. Llamaba la atención que el celular no era protagonista de la reunión, porque la conversación fluía ordenadamente: atendían sin interrumpir a la que hablaba, compartiendo risas y muestras de afecto, mientras un perrito “chiguagua” que estaba en brazos de una elegante contertulia, trataba de pasar la lengua por la espuma que quedaba en los removedores del café. La cosa terminó con emotivos abrazos de despedida y la inevitable "foto grupal" que  inmortaliza momentos especiales 

    Viendo esto, agarré una servilleta y armé el boceto de este texto: ¿Por qué los amigos de la adolescencia son tan especiales? Tal vez porque llegan en momentos en que  todavía no se tiene conciencia de lo que significa la existencia humana y la fantasía está por encima de la realidad; y sobre todo, como decía Unamuno, cuando todavía no se ha caído en la cuenta de lo que significa la muerte como experiencia personal: se sabe que existe, y la sufrimos cuando se van los allegados,  pero no nos planteamos  que también es nuestro destino, aunque digan otra cosa los epicureistas. En este escenario, la imagen y el recuerdo de los amigos  de la adolescencia, e inclusive  de la niñez, quedan inmortalizados, formando parte de un pasado mágico que siempre se recuerda con nostalgia; no se pueden comparar con los que llegan en otro momento a nuestra vida, porque, simplemente son diferentes. Por eso emocionan tanto esos encuentros con los amigos de ayer.

    Entre los numerosos amigos que la vida me regaló en los años mozos, debo mencionar a los de mi bachillerato en el Colegio Loyola de Puerto Ordaz. Estos personajes,  han creado un grupo WhatsApp llamado Familia Loyola 72, al que injustamente me han incorporado, porque no ayudo a alimentar la variadisima tertulia cotidiana que allí se desarrolla.  Los amigos y amigas que “hacen vida en ese espacio” son admirables, ya que  después de compartir cinco años en las aulas del Colegio, varias décadas después, llegan cargados de vivencias, arrastrando lo que significa ver la vida desde los sesenta y sin que  “la vieja amistad haya envejecido”, aunque esta última afirmacion pueda parecer absurda. Nadie se ha ido, todos están en el cariño y el recuerdo; cada mañana se saludan como si estuvieran entrando a los viejos salones del Loyola, cuando no nos dolía nada, ni teníamos que tomar nada para contrarrestar las debilidades del cuerpo; con el mayor desparpajo comparten hasta las cosas más íntimas, y siempre están pendientes de ayudar a aligerar el peso de la existencia, con ese humor juvenil que contrasta con la pretendida mesura de la gente seria.  Como dije antes no aporto mucho, pero recibo bastante, porque cada vez que me asomo al grupo me parece que estoy viendo una representación estética sobre lo que significa la amistad.

    En fin: todo esto se me ocurrió tomando un café que, al preguntarme el mesonero cómo quería, le dije en tono estoico “negro, como el destino” a lo que replicó “tampoco es así”  Y tenía razón, porque siempre hay motivos para ver la vida de una manera diferente.