martes, 12 de junio de 2012

La ética y la autoridad del funcionario público

El ejercicio de una función pública no es solo un oficio individual, es una tarea necesaria para el funcionamiento del Estado. En razón de esto se han promulgado numerosas normas que rigen sus acciones, e inclusive hasta existe un Código de Ética del Funcionario Público; sin embargo, los ciudadanos se quejan constantemente, no solo de las deficiencias del servicio profesional, sino del comportamiento “moral” de muchos funcionarios públicos. Entre las numerosas quejas que diariamente escuchamos de quienes tienen que relacionarse con los representantes del Estado, está el abuso exagerado de la autoridad.

Si me apuran mucho, me atrevería a decir que, ejercer éticamente la autoridad es una virtud que pocos dominan. Conceder autoridad a una persona es darle una dosis de poder en sus relaciones con los demás, y el poder es algo que todos desean, pero que no todos están en capacidad de administrar. No quiero llegar a la generalización exagerada, pero es difícil encontrar entre nuestros allegados a personas que digan que nunca han sido maltratados por un funcionario público. Esto llega a extremos tales que, cada vez que el ciudadano común tiene que dirigirse a una oficina pública siente que va a transitar por un territorio hostil.

Una de las razones de este problema está en que, se le da mucha importancia a la preparación técnica del funcionario público, pero no ocurre lo mismo con la ética del oficio. Una de las cosas que debería enseñarse a toda persona que va a ocupar un cargo púbico, es que la verdadera autoridad no emana del nombramiento o la credencial sino del comportamiento; la autoridad que se sustenta en la fuerza solo es acatada por temor o conveniencia, mientras que la llamada “autoridad moral” es aceptada por el respeto que se ganan las personas honestas.

Ahora bien, ¿Dónde encuentra el funcionario público las “luces del bien” para el ejercicio de sus funciones? Como decía anteriormente, las deontologías de cada profesión tienen numerosas normas que indican la forma adecuada de comportarse, pero hay cuatro principios básicos que son comunes a todo tipo de función pública, estos son:

a) Apegarse estrictamente a la legalidad: el funcionario público es el ciudadano que está más comprometido en cumplir y hacer cumplir las leyes:

b) Respetar de manera absoluta a todos los ciudadanos, sin preferencias ni desigualdades; el respeto a la dignidad de las personas siempre debe estar presente en su acción;

c) Cumplir con eficacia y responsabilidad sus obligaciones laborales, consciente de que sus tareas están destinadas al beneficio colectivo e individual, mejor conocido como bien común;

d) No cometer abusos de autoridad, es decir, no realizar acciones arbitrarias, ni actuar más allá de lo que las atribuciones de su oficio le permiten.

Como experiencia personal puedo contar que estuve 10 años ocupando un cargo público y relacionándome con el ejercicio de las funciones públicas; allí conocí a personas que sin haberse leído nunca un código de ética eran respetuosas de la ley, trataban bien a la gente, muy puntuales y laboriosas en su trabajo y nunca abusaron de su cargo; en dos palabras, buenos funcionarios y mejores personas: un verdadero ejemplo a seguir.

Hay una frase que en estos días se ha repetido constantemente por las redes sociales: “Es más fácil cambiar de persona que pretender cambiar a una persona”. No voy a revisar la validez de la afirmación, pero creo que el ser humano no es un objeto desechable, y en este sentido me preocupan los funcionarios que no están cumpliendo adecuadamente con sus deberes: le hacen un daño a la sociedad y se hacen un daño a sí mismos. La grandeza del hombre es que siempre tiene la opción de cambiar, y en el caso que nos ocupa sería muy importante, porque una de las tareas pendientes de la democracia venezolana es la consolidación de una función pública que esté acorde con los valores e ideales del humanismo contemporáneo.

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