El pasado viernes fue el cumpleaños de mi
padre. Si hubiera estado con nosotros seguramente lo hubiéramos celebrado en familia, compartiendo con los
amigos su amena conversación y sus
interpretaciones musicales, porque que su guitarra siempre daba un toque
especial al día 5 de mayo. Mis hermanos
se encargaron de que su imagen estuviera
presente en los espacio de las direcciones electrónicas familiares. Yo, cumplí
con el ritual de manosear nuevamente sus
libros, y entre ellos, específicamente en
el tomo X de las Obras Completas e Miguel de
Unamuno, encontré un artículo
publicado el 21 de noviembre de 1920, titulado La biblioteca de mi padre, allí el ilustre filósofo rinde culto al lugar donde se formó parte
importante de su espíritu.
Al leer el artículo, descubrí algunos
elementos comunes entre aquella biblioteca
del padre del autor y la que nos dejó mi
padre, como testimonio de lo que fue su
vida; biblioteca que, a mi manera de ver, es el centro de la casa paterna. Por eso me animé a escribir
estas líneas.
Debo comenzar diciendo que mi padre no tenía
carrera universitaria, porque desde los 14 años tuvo que trabajar para enfrentarse
a la vida. No obstante, como amante de la música y la literatura, poco a poco
fue formando una biblioteca doméstica, que cuenta con varios centenares de
libros comprados a lo largo de su vida, donde se puede ver su itinerario
espiritual.
Federico García Lorca, Antonio Machado,
Rubén Darío y Andrés Eloy Blanco, entre
otros, ocupan los estantes de la poesía;
en otro lugar está la filosofía, desde los griegos hasta los
existencialistas; también están allí las
crónicas históricas o los forjadores del mundo moderno. Y como no, la literatura,
con los infaltables Shakespeare o Cervantes,
así como como los Bestsellers que el comercio editorial publica todos los años.
Todos esos libros son testigos de largos años de consulta y
entretenimiento.
Repito, es una biblioteca doméstica, que fue formando durante
años un hombre que culturalmente se hizo a sí mismo; que no tuvo la
oportunidad de ir a la universidad a
estudiar letras, pero tenía una pasión por ellas, como lo evidencia el hecho que, el nombre sus
hijos, Gustavo Adolfo y Andrés Eloy, pretende rendir honor a los grandes poetas que inspiraban sus
momentos de lectura.
Allí está el primer libro que leí en mi
vida: una versión resumida de la obra Cazadores Blancos de Al Junter, publicada en una recopilación de Selecciones
de Rader´s Digest. Así comenzó mi interés por la lectura, que se lo debo indiscutiblemente
a mi padre.
Hoy, los maestros se quejan de que los
jóvenes no leen. El problema es que no los enseñan a leer. Una cosa es aprender las letras y el
significado de las palabras, y otra, muy diferente, hacer que el joven “se sumerja en el libro”. Para leer hay
que tener una disciplina mental y saber concentrarse en un solo objeto: el
libro. Esto es muy difícil para el hombre de este tiempo, que está pendiente de muchas cosas a la vez: el
teléfono, la televisión, la música etc. La lectura no es fácil para personas desconcentradas y, peor aún,
para los jóvenes que están acostumbrados desde pequeños a las imágenes y a
los videos juegos.
Mi padre tenía una estrategia para inducir
a leer: echaba un cuento sobre la trama del libro, dejando siempre una
incertidumbre misteriosa que inmediatamente atrapaba. Claro, debo reconocer, que en tiempos en que no existía la televisión,
la lectura era en muchas ocasiones la única opción de entretenimiento.
Hace algo más de un año, me comentó un
amigo, que vino de visita al país un profesor de una universidad madrileña, y cuando lo invito a cenar a su casa le dijo:
es la primera casa donde veo libros. Es
así, lamentablemente las bibliotecas
domesticas están desapareciendo, muchas veces por obra de sedicentes
decoradores, que pretenden borrar la
historia familiar para imponer las nuevas reglas ornamentales.
Había pensado escribir un artículo sobre algo que está en el tapete y parece
que no se conoce: el Poder Constituyente. Pero el cumpleaños de mi padre me obligó
a acercarme a su biblioteca y abrir
aleatoriamente algunos libros. Allí me encontré
con los versos de Rubén Darío que
sobre la vida y el destino dicen: “Dichoso el Árbol que es apenas sensitivo, y
más la piedra dura porque esa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el
dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser, y no saber
nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror… Y el
espanto seguro de mañana estar muerto. Y sufrir por la vida y por las sombra, y
por lo que no conocemos y apenas
sospechamos, y la carne que tienta con
sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos. Y no saber a
dónde vamos ni de dónde venimos”
Eso me dijo hoy la biblioteca de mi padre, a la que debo parte importante de lo que he aprendido y
de lo que he soñado. Gracias papá.
(twitter @zaqueoo)
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