martes, 14 de junio de 2011

La vida automatizada

En un foro al que asistí la semana pasada,  un ponente lanzó una de esas ideas que dejan pensativo a cualquiera. “Lo ideal sería que existieran recursos suficientes para el funcionamiento de las universidades y que una especie de cajero automático los entregara,  sin intervención  de  la mano humana” ¡Caramba!,  podría  interpretarse que, como el comportamiento de los hombres no garantiza el éxito de las relaciones,  es mejor sustituirlo por la  automatización; es decir, por  sistemas donde se transfieren tareas realizadas habitualmente a operadores humanos, a un conjunto de elementos tecnológicos.

No hay duda de que el hombre confía más  en el funcionamiento de los sistemas automatizados que  en la acción humana.  Fui a sacar dinero de un cajero automático que se encuentra enfrente de una agencia bancaria  y  en un corto espacio de tiempo observé lo siguiente: de cinco personas que retiraron dinero del cajero solo una  lo contó; de tres personas que cobraron cheques por taquilla, todas contaron el dinero. Desde que se impuso el uso de las calculadoras o cajas registradoras casi nadie se preocupa del resultado de sus operaciones, mientras que las cuentas realizadas “a mano” son verificadas minuciosamente.  Conclusión: la fe en la automatización es  casi absoluta, y por eso hay una marcada tendencia  a que todo se haga “en línea”.
Pero  hay cosas que parece no tomar en cuenta esa idea del paraíso automatizado. En efecto, la conducta humana es producto de una valoración ética y no de una operación matemática; el hombre es el sujeto de la ética, que moldea su vida de acuerdo con un conjunto de valores que  asume como verdaderos.  En este quehacer, se ve obligado a discernir empleando la conciencia moral, que no puede ser sustituida por los botones  que activan un sistema operativo.
Por otro,  la automatización no tiene esa  excelencia absoluta que pregonan sus admiradores.  Dice al respecto  Arturo Pérez reverte en su artículo El iceberg del Titanic:Resolver cualquier problema nos cuesta horas de teléfono frente a voces enlatadas, marcando tal para esto o cual para lo otro. Todo cristo se ha puesto contestador automático en el móvil, en vez de la antigua señal de comunicando sale un buzón de voz, y ahora llamamos cinco veces a quien antes llamábamos una. Coches que antes se reparaban con una llave inglesa quedan bloqueados y ni gira el volante al menor fallo electrónico. O nos vemos sin teléfono, sin ordenador portátil, sin tableta electrónica o sin lo que sea, porque se escachifolla el cargador y la tienda de repuestos no abre hasta mañana. O no hay tienda. Yo mismo, el idiota al que mejor conozco, dependo cada día de que haya electricidad para que funcionen el teclado y la pantalla con que me gano la vida… Pero hasta  los más renuentes hemos aceptado las reglas de este disparate. De esta espiral imbécil. Nunca fuimos tan vulnerables como hoy. Hemos olvidado, porque nos conviene, que cada invento confortable tiene su accidente específico, cada Titanic su iceberg y cada playa paradisíaca su ola asesina”
No se pueden negar los beneficios que el progreso tecnológico le ha reportado  al vida humana, pero llegar a pensar que seremos más felices en la medida en que todo se automatice,  no solo es ingenuo, también es absurdo  y peligroso.  Esto, que en el pasado  era un tema  de ciencia ficción hoy es una amenaza real  para el proyecto humanista. No hay espacio para hablar  de los problemas que está produciendo la brecha digital, pero si en este tema no se camina con prudencia,  la tecnología se puede convertir en el demonio de nuestro tiempo. Jblanco@ucab.edu.ve



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