En el tema de la notoriedad social hay destinos adversos y destinos
afortunados: hay quien sin esforzarse mucho adquiere fama y fortuna y
quien a pesar de su esfuerzo y trabajo pasa desapercibido y a veces se
vuelve invisible; la historia está llena de estos casos porque no es el
mérito el factor que en todo momento determina la importancia del
acontecimiento social. En el pasado, los guerreros y los políticos
copaban la escena, ahora se le añaden los artistas y esas personas que
se preocupan por no desaparecer nunca de las páginas sociales. Pero por
encima de todos ellos está la gente que forma el conglomerado humano, y
entre esa gente hay personas humildes que han sido valiosas porque han
aportado algo en la vida común y merecen ser recordadas a pesar de que
sus oficios parezcan insignificantes. De uno de esos oficios quiero
escribir hoy, específicamente, de los viejos bodegueros que detrás del
mostrador de una “tienducha” que no daba para hacerse rico, sobrevivían
despachando y conversando con los vecinos que la frecuentaban.
Cuando lo que hoy se conoce como avenida Manuel Piar, no era más que
la carretera de Upata, al lado de un negocio de mi padre había una
bodega que no era más grande que los kioscos que se instalan para la
venta de cerveza. No tenía equipos industriales: una vieja nevera
doméstica servía para enfriar los refrescos que vendía. En unos estantes
de madera se podían ver en forma desordenada los más variados
productos: al lado de la harina PAN se exhibían unos frascos de
“Brelcream”, famoso fijador que según decían usaba Elvis para peinar su
copete; los paquetes de pasta estaban mezclados con plátanos, yuca y
grandes frascos de vidrios llenos de caraotas; a veces había una que
otra torta de casabe pellizcada por las orillas y no podía faltar la
bolsa de caramelos que no estaban a la venta pero servía para dar
vueltos o ñapas.
Pero lo importante no era la bodega sino el bodeguero: el hombre
combinaba el ejercicio del comercio con la práctica de la medicina
natural, la filosofía o la narración de historias populares. En una
oportunidad que a mi cuñado le aparecieron unas erupciones en la piel,
le recetó unas hierbas que crecen a la orilla del camino que va a los
castillos de Guayana e increíblemente el hombre se curó; siempre que
alguien llegaba con una preocupación le soltaba una frase reflexiva
sobre el drama de la vida que podría servir de consuelo, “somos víctimas
del tiempo”. Además, nadie se iba liso sin enterarse de alguna historia
oculta sobre los orígenes de San Félix que los especialistas nunca
llegaron a conocer. Todo un personaje querido por su entorno que
desapareció con su bodega, cuando el progreso necesitó más espacio para
la velocidad de la vida.
Cuando la semana pasada se planteó la necesidad de contar a los
jóvenes de este tiempo cómo vivía la gente que fundó la ciudad, comencé a
recordar a muchas personas que nunca aparecieron en los periódicos, ni
están en los libros de pioneros, ni en la lista de los constructores de
la urbe. Para la historia oficial son seres invisibles, porque no son
considerados como personas importantes; pero son vidas que de una u otra
manera también forjaron esta ciudad y deben ser tomadas en cuenta.
Por eso, para no seguir siendo cómplice de las injusticias de la
historia, decidí dedicarle este artículo al viejo bodeguero de la
carretera de Upata, que por echarle la culpa al tiempo, no se dio cuenta
que la maldad y la injusticia son productos humanos. Porque quien hace
invisible al prójimo es el hombre.
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