martes, 9 de julio de 2013

Personajes invisibles

En el tema de la notoriedad social hay destinos adversos y destinos afortunados: hay quien sin esforzarse mucho adquiere fama y fortuna y quien a pesar de su esfuerzo y trabajo pasa desapercibido y a veces se vuelve invisible; la historia está llena de estos casos porque no es el mérito el factor que en todo momento determina la importancia del acontecimiento social. En el pasado, los guerreros y los políticos copaban la escena, ahora se le añaden los artistas y esas personas que se preocupan por no desaparecer nunca de las páginas sociales. Pero por encima de todos ellos está la gente que forma el conglomerado humano, y entre esa gente hay personas humildes que han sido valiosas porque han aportado algo en la vida común y merecen ser recordadas a pesar de que sus oficios parezcan insignificantes. De uno de esos oficios quiero escribir hoy, específicamente, de los viejos bodegueros que detrás del mostrador de una “tienducha” que no daba para hacerse rico, sobrevivían despachando y conversando con los vecinos que la frecuentaban.

Cuando lo que hoy se conoce como avenida Manuel Piar, no era más que la carretera de Upata, al lado de un negocio de mi padre había una bodega que no era más grande que los kioscos que se instalan para la venta de cerveza. No tenía equipos industriales: una vieja nevera doméstica servía para enfriar los refrescos que vendía. En unos estantes de madera se podían ver en forma desordenada los más variados productos: al lado de la harina PAN se exhibían unos frascos de “Brelcream”, famoso fijador que según decían usaba Elvis para peinar su copete; los paquetes de pasta estaban mezclados con plátanos, yuca y grandes frascos de vidrios llenos de caraotas; a veces había una que otra torta de casabe pellizcada por las orillas y no podía faltar la bolsa de caramelos que no estaban a la venta pero servía para dar vueltos o ñapas.

Pero lo importante no era la bodega sino el bodeguero: el hombre combinaba el ejercicio del comercio con la práctica de la medicina natural, la filosofía o la narración de historias populares. En una oportunidad que a mi cuñado le aparecieron unas erupciones en la piel, le recetó unas hierbas que crecen a la orilla del camino que va a los castillos de Guayana e increíblemente el hombre se curó; siempre que alguien llegaba con una preocupación le soltaba una frase reflexiva sobre el drama de la vida que podría servir de consuelo, “somos víctimas del tiempo”. Además, nadie se iba liso sin enterarse de alguna historia oculta sobre los orígenes de San Félix que los especialistas nunca llegaron a conocer. Todo un personaje querido por su entorno que desapareció con su bodega, cuando el progreso necesitó más espacio para la velocidad de la vida.

Cuando la semana pasada se planteó la necesidad de contar a los jóvenes de este tiempo cómo vivía la gente que fundó la ciudad, comencé a recordar a muchas personas que nunca aparecieron en los periódicos, ni están en los libros de pioneros, ni en la lista de los constructores de la urbe. Para la historia oficial son seres invisibles, porque no son considerados como personas importantes; pero son vidas que de una u otra manera también forjaron esta ciudad y deben ser tomadas en cuenta.
Por eso, para no seguir siendo cómplice de las injusticias de la historia, decidí dedicarle este artículo al viejo bodeguero de la carretera de Upata, que por echarle la culpa al tiempo, no se dio cuenta que la maldad y la injusticia son productos humanos. Porque quien hace invisible al prójimo es el hombre.

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