Allá por los años 60, vivía yo en Ciudad
Bolívar y vine a pasar unas vacaciones a casa de unos amigos que habitaban en
la calle principal de Castillito. En aquel momento, esa calle, que todavía no
era avenida, era una vía importante porque
conducía al “paso de la Chalana” que llevaba a San Félix. Mis anfitriones eran los padres de un amigo
de la infancia, tiempo en que se comparten los juegos y las fantasías y,
obviamente, para eso era las vacaciones. De las cosas que siempre recuerdo de
aquellos días, era que la madre de mi amigo nos decía “Niños puede salir a
jugar a la calle, pero si ven mujeres métanse
para adentro”.
Al pasar los
años, y compartiendo anécdotas con los pioneros de ese sector de la ciudad,
entendí la razón del “consejo”, producto de moralidades que hoy nos puede parecer absurdas. El cuento
es que, en los años cincuenta, cuando
empezaban a construirse las instalaciones de la Orinoco Mining Company y el urbanismo de Puerto Ordaz, hacia el
sector que hoy se conoce como “Los Monos”, empezó a llegar gente que, esperado conseguir
trabajo se instaló allí, fundándose lo que hoy se denomina “Castillito”. Para
atender las necesidades de aquellas personas, llegan comerciantes de todo tipo,
entre ellos, los dedicados a las ofertas del placer. Por eso, en la década de
los 50, aquel lugar estaba lleno de bares: desde el simple restaurante hasta el
más sofisticado burdel.
Pero en los años
60 la situación cambia, y esa especie de
campamento improvisado se convierte en lugar de residencia de muchas familias, e
inclusive, clubes sociales como La Hermandad Gallega. Ante esa realidad, el
gobierno decide sacar los “bares”, trasladándolos a las afueras de la ciudad,
convirtiéndose Castillito en un sector comercial y residencial. El problema es
que, a pesar de esa medida gubernamental de “ordenamiento”, siempre quedó la
sospecha de que muchas meretrices se
quedaron a vivir por allí. Por eso se veía con ojos de duda a las mujeres que caminaban por la
calle; un prejuicio absurdo que pronto
desapareció.
Puedo dar fe, de que en aquellas vacaciones que estoy
comentando, la calle principal de Castillito tenía una vida sencilla, sin
mayores problemas, e inclusive, más
agradable que ahora. El tráfico era constante por los vehículos que iban y venían
de San Félix; por la mañana el comercio ponía en movimiento al sector; por la tarde llegaban los trabajadores a
refrescarse y tertuliar; al anochecer
salía la gente a pasear un rato - porque
se podía pasear por allí- y después a dormir. Así más o menos era un día en
Castillito.
El
entretenimiento principal era el Cine Lorena, propiedad de la familia Blasco, donde
proyectaban diariamente películas mejicanas de humor y aventuras, además de los
famosos dramas de Libertad Lamarque. Para nosotros era lo máximo, y siempre
estábamos pendientes, de la cartelera para pedir que nos llevaran al cine, lo que
se lograba siempre con condiciones previas: hacer caso a los mayores, cortarse
el pelo en barbería Roma, -creo que así se llamaba- ayudar a restrillar el
patio etc. En los meses de julio y
agosto, cuando llegaban las lluvias a la
ciudad y el rio crecía, no podíamos ir a
bañarnos a los pozos del Cachamay, solo
pasear por la orilla y sacar pececitos de los remansos con unas botellas vacías llenas de pan.
Estos son recuerdos escritos al regresar de un
evento organizado por Evelio Lucero para
rendir homenaje a Rafael Mendoza, en el
día en que se conmemora la fundación de Ciudad Guayana: un acto de justicia
para el “arquitecto de la Llovizna” –como le dicen algunos- que entregó su vida a la conservación de
nuestros parques. Además, una manifestación de cariño hacia esta urbe y una
prueba más de que la ciudad está viva, porque
a pesar de que le han quitado muchas cosas y ha perdido la alegría, permanece intacta en los corazones de quienes
la quieren y no la dejan morir.
El año
pasado, por estas fechas, escribí un
artículo que titulé Puerto
Ordaz era una fiesta, después escribí sobre Villa Colombia, Villa Brasil
y ahora Castillito, su vida y sus muchachas. Hay lectores que preguntan, ¿Por qué escribir de esta
ciudad? ¿Por qué quererla?. Para responder, voy a citar a mi amigo, el poeta
Francisco Arévalo que, con motivo de los cincuenta años de Ciudad Guayana, escribió un artículo titulado Palabras de Sollado, que termina
así: “Como
no querer este trozo de tierra contradictorio, donde unos llegan con la relación
prostibularia en la frente y otros se dedican silenciosamente a darle forma y
contenido a una ciudad de características atípicas, entre lo señorial y lo
herrumbroso, entre la duda y lo certero. Un lado sometido a la cosmetología
urbanística y otro que sobrevive al olvido…Para terminar yo amo esta ciudad
porque me da la gana… como olvidar los panas disímiles que frecuento y las
mujeres que me han habitado en estos parajes de hormigón”.
¿Por
qué escribir de esta ciudad? Lisa y llanamente, porque escribir de esta tierra
es escribir de nuestra vida, del cariño hacia ella, y también, como dijo el
poeta, porque me da la gana de hacerlo.-
(twitter @zaqueoo).-
No hay comentarios:
Publicar un comentario