A quien se le ocurra decir en estos días que, el 7 de octubre no se
va a acabar el mundo y la vida va a continuar, será inmediatamente
tildado de tonto, ingenuo, o “comeflor”, por decir lo menos. Muchos
actores o analistas políticos se han dado a la tarea de sembrar un
sentimiento de “angustia electoral” en la colectividad, trasmitiendo
reiteradamente la idea de que no estamos ante unas simples elecciones,
sino ante una “batalla final”, donde todos, de una u otra manera, nos
jugamos “la vida”. Para muchos, solo pensar en ese día les produce una
gran tensión e inquietud, ni siquiera pueden dormir tranquilos y hasta
en las oraciones de diferentes religiones se ruega para que en ese
temido acontecimiento todo se desarrolle en “sana paz”.
Pero si queremos ser justos con la opinión de los moderados -prefiero
llamarlos así- debemos aclarar que una cosa es la importancia que tiene
un evento electoral en particular y otra lo que representan las
elecciones en una cultura democrática. No hay duda que estamos ante una
elección diferente a las anteriores, no solo por las circunstancias
personales de los principales candidatos, sino por el efecto que va a
producir en el futuro del país. Las ofertas electorales plantean
importantes cambios: por un lado la profundización del modelo socialista
que adelanta el gobierno y por el otro la sustitución de ese modelo por
otra forma gobierno; en fin, no es cualquier cosa y no se debe
banalizar el evento. Pero al lado de esto, hay que reconocer que, en una
verdadera cultura democrática, las elecciones sustituyen a la
violencia: no son batallas, ni nada que se les parezca, sino formas
pacíficas de elegir y sustituir a los gobernantes. Aunque a muchos les
parezca ridículo, la lealtad política, el respeto por el adversario y
los resultados de los comicios es lo que determina el talante
democrático de un pueblo.
En estos días se habla reiteradamente de los escenarios electorales y
abiertamente se especula sobre la diferencia de votos que debe obtener
el ganador para que el derrotado reconozca el triunfo del su adversario,
e inclusive para que no se produzcan situaciones violentas. Ante esto
hay que preguntarse: ¿Una sociedad democrática puede aceptar esto que a
muchos les parece normal? ¿Tenemos una verdadera cultura democrática?
¿Por qué el 7 de octubre se juega el futuro del país si hay una
Constitución que señala el rumbo que debe seguir? ¿Será que, en este
tiempo ser demócrata es sinónimo de ingenuo?
Hace algún tiempo, Ibsen Martínez escribió un artículo que tituló El moderado no tiene quien le escriba,
allí hablaba de que los historiadores le dedican más atención a los
radicales o revolucionarios, que a los prudentes que promueven más la paz
que los conflictos. Por eso, en medio de esta turbulencia electoral he
querido dedicar unas líneas a quienes están esperanzados en que al final
la razón y el buen juicio se impondrán por encima de las desbordadas
pasiones políticas, y envían mensajes de sensatez, fe y esperanza en
Venezuela; porque grandeza del país debe estar por encima de cualquier
elección presidencial, por muy importante que esta sea.
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