martes, 18 de septiembre de 2012

La ingenuidad política y la cultura democrática

A quien se le ocurra decir en estos días que, el 7 de octubre no se va a acabar el mundo y la vida va a continuar, será inmediatamente tildado de tonto, ingenuo, o “comeflor”, por decir lo menos. Muchos actores o analistas políticos se han dado a la tarea de sembrar un sentimiento de “angustia electoral” en la colectividad, trasmitiendo reiteradamente la idea de que no estamos ante unas simples elecciones, sino ante una “batalla final”, donde todos, de una u otra manera, nos jugamos “la vida”. Para muchos, solo pensar en ese día les produce una gran tensión e inquietud, ni siquiera pueden dormir tranquilos y hasta en las oraciones de diferentes religiones se ruega para que en ese temido acontecimiento todo se desarrolle en “sana paz”.
Pero si queremos ser justos con la opinión de los moderados -prefiero llamarlos así- debemos aclarar que una cosa es la importancia que tiene un evento electoral en particular y otra lo que representan las elecciones en una cultura democrática. No hay duda que estamos ante una elección diferente a las anteriores, no solo por las circunstancias personales de los principales candidatos, sino por el efecto que va a producir en el futuro del país. Las ofertas electorales plantean importantes cambios: por un lado la profundización del modelo socialista que adelanta el gobierno y por el otro la sustitución de ese modelo por otra forma gobierno; en fin, no es cualquier cosa y no se debe banalizar el evento. Pero al lado de esto, hay que reconocer que, en una verdadera cultura democrática, las elecciones sustituyen a la violencia: no son batallas, ni nada que se les parezca, sino formas pacíficas de elegir y sustituir a los gobernantes. Aunque a muchos les parezca ridículo, la lealtad política, el respeto por el adversario y los resultados de los comicios es lo que determina el talante democrático de un pueblo.
En estos días se habla reiteradamente de los escenarios electorales y abiertamente se especula sobre la diferencia de votos que debe obtener el ganador para que el derrotado reconozca el triunfo del su adversario, e inclusive para que no se produzcan situaciones violentas. Ante esto hay que preguntarse: ¿Una sociedad democrática puede aceptar esto que a muchos les parece normal? ¿Tenemos una verdadera cultura democrática? ¿Por qué el 7 de octubre se juega el futuro del país si hay una Constitución que señala el rumbo que debe seguir? ¿Será que, en este tiempo ser demócrata es sinónimo de ingenuo?
Hace algún tiempo, Ibsen Martínez escribió un artículo que tituló El moderado no tiene quien le escriba, allí hablaba de que los historiadores le dedican más atención a los radicales o revolucionarios, que a los prudentes que promueven más la paz que los conflictos. Por eso, en medio de esta turbulencia electoral he querido dedicar unas líneas a quienes están esperanzados en que al final la razón y el buen juicio se impondrán por encima de las desbordadas pasiones políticas, y envían mensajes de sensatez, fe y esperanza en Venezuela; porque grandeza del país debe estar por encima de cualquier elección presidencial, por muy importante que esta sea.

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