El 28 de diciembre se
celebra una fiesta que en ocasiones pierde su verdadero significado. La Iglesia
recuerda la muerte de los niños menores de dos años, ordenada por Herodes para
librarse de Jesús de Nazaret. Esta
visión religiosa ha sido desplazada por la costumbre de realizar bromas de todo tipo: hasta los medios de comunicación más serios
aprovechan la oportunidad para publicar impactantes noticias que no son ciertas. Los burlones de
profesión se dan vida ese día, gastando todo tipo de bromas, algunas demasiado
pesadas que, a fin de cuentas hay que soportar, porque para muchos es un momento
de “licencia para burlarse”.
Si ahondamos en la interpretación del acontecimiento que se conmemora,
debemos concluir que, lo que allí destaca es la injusticia que
sufren quienes constituyen una amenaza para el poder. Mas allá de la veracidad histórica
del relato, el hecho no es ajeno a lo que se repite día a día, cuando quien
detenta el poder siente que otro puede discutírselo
o quitárselo. Los teólogos dicen que este episodio del Nuevo Testamento extrapola
la historia de Moisés que fue lanzado a las aguas del río para evitar que fuera
ejecutado. Pero dejemos a un lado las imágenes bíblicas y revisemos los hechos
de este tiempo: lo peor que puede ocurrir a una persona, es que un poderoso, la
vea como perturbadora o peligrosa para
sus aspiraciones. El mejor ejemplo está en la política: hay ciudadanos
sumamente destacados socialmente que,
cuando incursionan en la política le aparecen todos los defectos y son víctimas de todo tipo de acusaciones y descalificaciones.
El día de los inocentes también bien podría considerarse como el homenaje a las víctimas de la envidia. Un reconocimiento a esas personas que al igual que los niños del Evangelio son condenados sin haberle hecho nada a nadie; su único pecado es que, potencialmente algún día pueden ser tan
importantes como los reyes y, eso no lo perdona la envidia humana.
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