La familia tradicional está en crisis. Esto
es casi un tópico o una reiteración que no debe sorprender a nadie. La idea de
aquella familia que se consideraba como célula fundamental de la sociedad hoy
no tiene la misma vigencia. Sobre los
motivos de esta decadencia hay variadas opiniones: el individualismo del nuevo hombre globalizado, la caducidad de los valores sociales
tradicionales, el ocaso de las religiones, la crisis de la educación, la pobreza y la
explotación económica etc. En este sentido, trabajando en la preparación de un
diplomado sobre conciliación familiar,
me he encontrado con opiniones que le echan la culpa de la crisis familiar al
dinero. Tanto la riqueza, como la pobreza económica afectan el destino de la familia:
Si no hay dinero es difícil sacar a la familia adelante, y si hay mucho dinero
aparece el riesgo de la autodestrucción
por las diferencias que surgen cuando hay que “repartir la plata”.
El matiz político también se hace presente.
Tanto la Iglesia, como las organizaciones políticas de izquierda, denuncian
desde hace bastante tiempo que, el individualismo posesivo y el capitalismo
salvaje amenazan seriamente la vida familiar: la devaluación de los salarios y
el incremento constante de los bienes de primera necesidad colocan en serias
dificultades a las familias constituidas, y le ponen el “listón” muy alto a
quienes quieren formar una familia.
Pero problema del dinero en la familia va
mucho más allá de lo político. En la
edición digital del diario La Vanguardia de Barcelona (España), la semana pasada,
se publicó una entrevista hecha a un
abogado especialista en sucesiones que
decía: “Creo que entre las principales
causas de destrucción de las familias están las herencias”. No dudo de la veracidad de esa afirmación,
porque en mi experiencia como juez de familia, pude constatar que, en muchas
ocasiones, las familias no pueden superar fácilmente las diferencias que surgen
por la partición de las comunidades hereditarias, conyugales, concubinarias
etc. Y esto, no es solo un problema de los
ricos, hasta en el reparto de humildes
bienes, surgen serios desencuentros que distancian a los miembros de la
familia y en ocasiones acaban definitivamente con ellas. Por lo tanto, no hay que reducir el asunto
solo a lo político-económico, porque si
hacemos esto, no nos enfrentamos a la realidad: La raíz de la mayoría de los
problemas que agobian al hombre son los demonios que inesperadamente brotan de su corazón.
Michel Schooyans en su libro Familia e imperialismo, analiza el problema de la crisis familiar
remontándose a la filosofía antigua, específicamente a la Ética Nicomaquea de
Aristóteles. Allí, entre muchas otras
cosas dice: “El riesgo mayor de la quiebra de la familia es que el hombre
regrese a su condición de individuo, perdiendo su dimensión de persona y
acabando por tornarse en enemigo de su semejante, en vez de incentivar la
disposición innata a la sociabilidad, disposición que Aristóteles describía como Filia, es decir amistad con los otros”.
La familia humana es una comunidad formada por un origen genético común, el amor y la solidaridad incondicional entre sus miembros, y un conjunto de valores compartidos que siempre
deben estar por encima de los intereses individuales. Si esto no es así ¿Cuál
sería la diferencia de los hombres con los animales? Las verdaderas familias
difícilmente entran en crisis irreversibles; pueden tener problemas
circunstanciales, pero no rupturas definitivas.
Si una discrepancia económica acaba con una familia, la realidad es que nunca
hubo verdadera familia, porque como dice
San Pablo cuando hay amor todo se resuelve.
El problema no es el dinero, el problema es
tenerle más amor al dinero que a la familia. Hay que meditar seriamente el
párrafo de Schooyans que cité anteriormente,
porque quien coloca el dinero por encima
de la relación que debe tener con sus familiares, pierde su condición de persona
para convertirse simplemente en un individuo. twitter@
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