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Sostienen los seguidores del placer etílico, que el día más negro de la historia reciente
del país fue el pasado 2 de octubre, fecha que será recordada como el momento en
que el precio de la botella de whisky pasó el millón de bolívares,
la caja de cerveza los cien, y el vino
ni se diga. Los abstemios radicales celebran este acontecimiento considerando que,
si algo bueno puede tener la inflación, es
que está acabando con el demonio del alcohol, que tanto daño ha causado a la humanidad.
Pero no todos comparten esta forma de pensar; por ejemplo, el irreverente Joaquín Sabina, dice que la
vida sin el licor es inodora, incolora e insípida. Y otros, llegan sostener que existe un derecho a la
embriaguez, que es inherente a la naturaleza humana, y debe
ser respetado, para ser ejercido libremente dentro de los límites de la
legalidad y la prudencia.
Lo inadmisible son los extremismo. Es absurdo que en Venezuela cada vez que hay un
acontecimiento importante se decrete la
“ley seca”, prohibiendo a todo los ciudadanos el acceso a las bebidas alcohólicas, cómos si
fuéramos débiles mentales que no tenemos la suficiente
capacidad intelectual para dirigir nuestra conducta y siempre tiene que aparecer “un papá” que nos
ordena lo que tenemos que hacer.
Con motivo del proceso electoral que hoy se
celebra, las rigurosas autoridades que gobiernan nuestras vidas decretaron la “ley seca”. Es posible que estos
señores consideren que la “caña” nubla
el entendimiento y no permite escoger racionalmente a los mejores candidatos
para dirigir los destinos del país. Esto también es discutible, porque a juicio de Stuar Walton en su libro, Colocados: Una historia cultural de la
intoxicación, la cultura le debe mucho a la embriaguez. Prueba de ello son las obras de Edgar Allan
Poe, Baudelaire y muchos otros, que
conseguían en el licor la inspiración para
sus faenas. Por lo tanto, nadie puede garantizar que los sobrios ejerzan el derecho al voto de manera más
acertada y racional que los borrachos.
El tema que nos ocupa es el mejor ejemplo de
la hipocresía social. Se critica la bebida públicamente, pero se disfruta de
ella privadamente. Un claro ejemplo lo encontramos en las Leyes del Poder
Judicial, que prohíbe a los jueces
ingerir licor en lugares públicos. Lo que lleva a concluir que, a juicio del
legislador, lo malo no es jueces beban, sino que los vean bebiendo.
En este asunto hay mucho complejo que superar.
Los moralistas extremos se escandalizan cuando ven a alguien con una cerveza en la vía pública,
cosa que estéticamente puede ser fea, pero que se está convirtiendo el algo normal. En días pasados, observé a dos señoras que salían de trabajar
de una entidad bancaria con su
correspondiente uniforme, y al pasar frente a una licorería se “lanzaron dos frías” para calmar
la sed y hablar de los problemas de su cotidianidad. Con su comportamiento no alteraron el orden público
ni la seguridad de los vecinos. Por lo
tanto ¿Cuál es el problema?
Con el debido respeto a los juristas y
filósofos que defiende el derecho humano a la embriaguez para enfrentar la tragedia de la vida,
considero que lo que existe es el derecho a la libertad dentro de los límites
de la legalidad. Los demás es moralismo totalitario.
Por lo tanto, ni defiendo ni persigo a los
borrachos. Creo que hay que educar a los ciudadanos para que no caigan en los
excesos y adicciones destructivas. Aquí recuerdo al inevitable Aristóteles: la
virtud está en el término medio ni abstemio ni alcohólico; ese es el secreto.
En fin, un tema polémico que requiere un estudio más profundo y
desprejuiciado, porque como dicen algunos letrados, siempre se evita profundizar en el análisis de
la intoxicación como fenómeno humano. Hay opiniones en todas direcciones. El
conocido Fernando Savater dice que él, personalmente, prefiere las tabernas antes que las farmacias. No sé qué opinará el
lector.- (twitter @zaqueoo)
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